Tengo un ruido que no se va. Como de bici rota. De nevera vieja. Estoy cansado. Hace meses que me fui. Me pediste que me fuera. Cogí dos aviones y me escondí en la casa de una amiga. Hablé con ella muchos días hasta que me dijo “ya, ya está, no puedo más”. Fumé cien, doscientos cigarros en su balcón, que daba a un cerro, que daba a los secretos de tu pelo recogido, que vi por última vez al subirme al estúpido taxi amarillo. Yo no quise subirme. Por qué me subí. No volví a verte, pero esta historia ya la conocía. Ya me había pasado. “Necesito tiempo”. Y salí de la cancha, obediente, sin saber que jugábamos al baloncesto. Y el tiempo pudo con tus ganas, pudo con las mías. Si me preguntan, tengo claro que fui yo el que encajó las piezas para el desastre y, sin embargo, sigo enfadado.
Por decirme lo que me decías, por decirme esas palabras, que me creí, que anoté: “quiero casarme contigo”, “quiero tener hijos tuyos” “¿los tendrías conmigo?” “ya te encontré”. Las dijiste varias veces. Por la tarde, por la noche, y una al amanecer. Yo no entendía nada, no entendía que me quisieras, si ni yo me quería, y balbuceaba, decía que sí, y hubiera tenido hijos, y hubiera celebrado una fiesta, y hubiera gastado todos mis chistes en tus comisuras, todos. Y no digo que no fueran palabras justas, las tuyas, digo que eran palabras grandes, de la altura del cerro que miré tantas veces desde el balcón de mi amiga mientras dejabas de escribirme, de llamarme, de buscarme. Estoy enfadado, estoy enfangado, más bien. Tengo barro hasta las pestañas, tango en los ojos, un reloj de abrigo, un otoño por delante, poca esperanza. Y me quedo quieto, muy quieto, esperando a que te vayas.
Sólo quien lo está sintiendo puede describir sentimientos tan precisos y bellos.
En tu línea, Amiguiño Juanjo: GENIAL