Las semanas de lunes a domingo son espesas, y su tendencia a repetirse, desesperante. No entiendo cómo he podido llenar uno de estos folios digitales cada semana desde hace tres años y medio. ¿De qué he hablado? De mí. De qué otra cosa podría uno estar legitimado de hablar. 500 palabras por 52 semanas por 3,5 años. Son 95.000 palabras. Y ninguna conclusión. Unas poquitas más de las que tiene el castellano. He escrito un idioma entero para no decir nada. No he usado todas las palabras. Habré repetido cinco mil veces “yo”, “viaje”, “lluvia”, “en fin”. He malgastado vuestro tiempo y el mío. No he conseguido vivir de esto. Apenas vivir. “La poesía no quiere adeptos, quiere amantes”, dice Lorca. Soy un amante olvidado. Y no me importa. Me siento invencible en mi mesa desordenada. Bolígrafos, vasos, tazas, libros, fotos, auriculares, agendas, cuadernos, una moneda de diez céntimos, un pendiente, un desodorante, una piruleta, un teléfono nuevo que me resisto a instalar, un flexo que ilumina una esquina inoperante de la mesa, todo convive con mi ordenador haciéndose hueco a codazos en el desorden, y encima, el teclado, y encima, mis manos frías. Al lado, el calefactor, que mis manos frías buscan cada dos o tres frases. Ahora. Calefactor. Recupero el vigor y la sangre en los dedos.
Las ventanas de este cuarto no cumplen su función, dejan entrar al invierno, a los lobos del invierno, y me mordisquean los dedos. La ventana me deja ver el mundo, mal mundo, o sea mundo en mal estado. ¿Cómo estás? Mal, como el mundo. Qué otra respuesta hay. Indiferente, como el mundo. Azul, como una naranja. Confundido. Hay cigarrillos que son pulsión de muerte, fumo para matarme. Hay cigarrillos que solo son cigarrillos. Apenas fumo. Advertencia: esto es literatura, agitar antes de usar, suspendan la interpretación de las palabras. Ni quiero matarme ni quiero fumar. Como si alguien necesitase saber qué me pasa. Quizá sí. Porque me escriben y me dicen y re dicen. Entonces no fumo, chupo un chupete, una teta. Quiero salir a caminar, para salir de mí y entrar en el lenguaje de la calle, en el claxon y el semáforo, en la tos y el estornudo, en la cajera del supermercado, hay una que sonríe, y pensará que tengo la vida más aburrida: compro como si viviéramos en estado de excepción. Nunca gasto más de 30 euros. Llevo una bolsa de tela y mido los alimentos, y solo compro los que entren en la bolsa. En cuatro o cinco minutos la lleno y me voy. Hay días que canto, hay días que miro al resto de cazadores recolectores en los stands de fruta y pollo. A ese tipo le cuesta agacharse, nunca cazaría un conejo. Aquí cazamos lectores. Compro latas para no cocinar. Dejé de cocinar hace dos años. Dejé de emborracharme. Dejé de quejarme del clima. Dejé de ver películas largas. Dejé ja dejé. He dejado muchas cosas. “Pero no pude dejar la paja”, canta Zambayonny. “La masturbación es el goce de los idiotas”, dice Lacan, que debía satisfacerse fácil con el otro. El otro es una cueva. No hay velas. El sexo es enigmático. No lo haces bien. Ni tú ni nadie, tranquilo. No se habla de sexo. Ni de drogas, ni de muerte. Ni de nada de lo que importa. ¿De qué hablamos? Hablamos de mí.
En cuanto al zoco que armé la semana pasada con el sorteo del libro (Armas, gérmenes y acero), se resolvió de manera favorable a Pablo de las Heras, que además tiene una newsletter bien chula que podeís leer aquí.
¿Y cuántos amigos después de 95000 palabras?
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