Te quiero escribir y no te escribo. Porque no sé qué decirte. Mentira. Sé perfectamente qué decirte. Lo que no sé es qué quieres oír tú, con qué combinación de palabras convencerte de que pases un rato por aquí, por este invierno que viene y me deja con la duda de si solo quiero calor, si acaso quiero algo más, dormir bocarriba contigo encima, medio encima, por ejemplo. Llévame a caminar, eso quiero, caminar contigo, hasta el bar de jazz, que no me gusta, no, ya lo sabes, nada, detesto el jazz, no lo entiendo, que digan algo, por qué no cantan, pero llévame y tú mueve la cabeza y bebe cerveza y escúchalo con tu sonrisa de aterrizaje, la que pones cuando todo va bien, y baila, baila, bonita, baila, que estoy totalmente enamorado de ti, aunque me quede en esta silla y solo mire a los que se sientan en los taburetes altos. A más alto el taburete más infeliz el tipo. Con el noruego, el de la boina, estuve hablando ayer, me dijo que te olvidara, que tú ya lo habías hecho. Y tiene tanta barba y tantas canas que le creí. Supuse que le habían olvidado muchas veces, que debía saber cómo se sentía. Debo tener una pinta terrible de que me han olvidado. Él tiene pinta de pescador que ya no pesca, tan si quiera vive cerca de un puerto. Es un fracaso total el tipo. No recuerdo su nombre. Me dijo que te olvidara. No sé por qué le hago caso. Para empezar a hacerlo me compraré una armónica, sí, eso haré, y cuando aprenda a tocarla te habré olvidado. Hasta entonces sigo en el bar de jazz. Aquí abajo, en esta cueva, no llegan las catástrofes, aunque ya las tengo cariño, si vienen de una en una. Este bar es el mejor esfuerzo del guionista que arma todo el circo en el que vivimos. ¿Dios? Quien sea. Hay que dejar al mundo escribir, me digo. Yo no puedo escribir.
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