Camposanto
Decía Eduardo Galeano que para conocer una ciudad hay que ir al mercado y al cementerio; para saber cómo trata el lugar a sus vivos y a sus muertos:
Quedan dos horas para que cierre el cementerio. Un grupo grande rodea, en semicírculo, un nicho. En el medio, de rodillas, sobre algo que no alcanzo a ver, pero debe ser un ataúd, una mujer llora fuerte: un “no” gritado, largo y mojado llega hasta aquí. Otros la abrazan. Otros más lloran, en silencio. El llanto de la mujer es demasiado doloroso: se cambiaría, seguro, por quien esté dentro. Me alejo.
Algunas lápidas tienen inscripciones a rotulador: “la mejor de todas las abuelitas”, escribe una nieta (o nieto) orgullosa. “Feliz cumple, papá”, dice una hija memoriosa o un hijo ídem. “Te extrañamos”, se lee en una tercera, y solo queda suponer quién extraña.
En una esquina del cementerio una mujer trabaja el mármol, hace lápidas. “Te he confundido con alguien”, me dice, “con un niño que cuidaba hace años: ¿qué hace aquí este cabezón? he pensado al verte”, y se ríe, y me río. Cindy aprendió a hacer lápidas hace seis años en Popayán, capital del departamento, a dos horas de Santander de Quilichao. Tuvo a su nieto ingresado allí, y pasó tres meses durmiendo con él. Por las mañanas su hija se quedaba con el niño, y como era muy caro volver a Quilichao ella paseaba por la ciudad, hasta el cementerio, allí pasaba las horas: “es el lugar más tranquilo”. Un día se ofreció a ayudar al sepulturero con las lápidas. “Me puede ayudar, pero no le voy a pagar”, le dijo aquel hombre. Ella necesitaba plata, pero también quería aprender a hacer lápidas: su marido es el enterrador del cementerio de Quilichao desde hace 35 años y pensó que podría trabajar con él. Así, hace seis años, una vez su nieto salió del hospital, empezó a trabajar en el cementerio, “es un sitio muy triste”, dice y, aunque ya nos hemos reído un par de veces, asiento con la cabeza.
El marido, Hernán, que es heredero de una larga tradición de echar tierra sobre muertos (sus hermanos mayores, su padre, su abuelo fueron, antes que él, los sepultureros de Quilichao. “Pero mis hijos no tienen interés”, dice como quien acepta), vuelve de sepultar el último del día, el que estaba rodeado por un grupo grande en semicírculo. “Esta vez lloré”, dice, y nos cuenta que el enterrado apenas tenía un año y que la madre parecía que iba a morirse ahí mismo.
Hemos seguido hablando, me han enseñado fotos, me han dicho que vaya a pescar con ellos, que vuelva pronto. De camino a casa voy pensando en ese niño enterrado, en si alguien vendrá, algún día, a escribir con rotulador en su lápida: sin amigos, sin compañeros, sin novias, sin profesores, sin jefes, sin vecinos. Quizá su madre, si logra sobrevivir a esto, algún día vuelva y escriba:
“Feliz cumpleaños, hijo. Te sigo queriendo como el primer día. Espérame, ya no tardo”.
Yo no sé porque hago caso a Galeano.