Al final me fui, se fue, nos fuimos. No pierde interés la historia por saber que tiene final. Ahí estábamos, dándonos un beso en una estación de autobuses del sur de Chiapas. Fue el último, supimos después. Prometió volver. No fue su culpa que la promesa se mojase con el letargo de los kilómetros y las dunas del tiempo. Fue, en todo caso, culpa mía creer que mi creciente frivolidad ante los asuntos serios, mi pretendida indiferencia y mis cada día peores chistes serían capaces de mantenerme en su cabeza durante estos meses de vidas aparte.
Fue mi culpa, sobre todo, no escuchar sus indirectas: “no quiero estar con nadie”, me dijo en varias ocasiones durante estas semanas de enamoramiento chiapaneco, pero quién puede creer esas palabras cuando las noches son insomnes, los besos pausados y su risa un torrente galopante. No puedo creer que alguien no se esté enamorando cuando se ríe así.
Me dio la mano una tarde paseando por San Cristóbal y darse la mano suena a inviernos y estanterías. Y Dios sabe que no pasaré un invierno hasta que no me den la mano y llenemos de libros las paredes. Yo pensé que la suya era la mano, y quizá lo fuera, tantas lo son, pero la estantería estaba en una casa con aviso de demolición.
Volví a la cabaña que habíamos compartido repasando los tatuajes de sus piernas. Eran cinco, si no contabas el que tenía en la cadera, que le bordeaba la cintura como un alambre de espino. “Territorio comanche”, pensé algunas noches cuando me arrastraba bajo esa alambrada, “mejor darse la vuelta”. No me di la vuelta, crucé la frontera. Me creí que su sonrisa al despertar era por mí, que sus gritos ahogados contra la almohada eran por mí, y no, todo eso era suyo, solo me dejo asomarme. Reina de los enredos y los jaguares de la sierra.
Meses después volvió, como había prometido. Pero no trajo buenas noticias. Y no quiero recordarlas. Solo diré que quise la verdad. Y la verdad puede ser demasiado. Me quedé solo frente al espejo, mintiéndome: “vas a estar bien”.
Los meses siguieron su cauce, uno detrás de otro, y es que nadie, nada, tiene la dignidad de parar, de esperarte. Ni los árboles pararon su floración ni los estorninos su vuelo. No paró el semáforo su incansable salto tricolor ni dejaron un solo día de poner música en el bar de la esquina. No paró ella de alejarse. Busco en mis bolsillos y creo que perdí tres años. Si supiera dónde estás, te mandaría la factura de mis titubeos.
Precioso relato. (No me Imagino cómo será uno con final feliz y libros en las estanterías de una casa vacunada contra la demolición).
Hace unos 24 años vivi una historia de amor increíble, terminé estropeandola y aún hoy no le olvido. Creo que nunca dejaré de quererle y cuando todo terminó me angustiada ver que la vida seguía y que quizá nunca pudiera volver a sentir lo que sentí. Así ha sido, he tenido historias de amor, al última de 15 años que terminó hace 1 pero no se parece ni de lejos a lo que el me hizo sentir. Ojalá algún día pueda decírselo, igual parezco infantil pero es lo que más deseo.