La carretera que une Santander de Quilichao y La Balsa tiene 17 kilómetros. No debe haber un kilómetro -ni medio- sin un socavón; la palabra bache no sirve. Los conductores de las busetas conocen la orografía, basculan de izquierda a derecha, de pedal a pedal; no hay líneas pintadas en el suelo, el camino lo define la ausencia de agujeros. 17 kilómetros son media hora de conducción; de frenazos, de quiebros.
Carlos Piña, 47 años, siempre -casi- está ahí, a un costado de la ruta; trabaja tapando huecos, allanando el camino. Muchos le saludan: “Primo, primo. Buen día, primo”. Algunos le pasan unas monedas, otros algún billetico, los hay que ni frenan. “Yo estoy bien con todos. Tengo la bendición de Dios”, y recoge las monedas que ha dejado caer un conductor sobre el alquitrán.
La mezcla tapahuecos se compone de alquitrán disuelto en gasolina, aceite quemado, balastro, más alquitrán y piedras. Los agujeros ahora son montículos que los carros van aplanando. Carlos añade piedras, del tamaño de piedras grandes, que rompe con un mazo, se va formando una capa firme. Los camiones, apisonadoras improvisadas, ahorran muchos mazazos; los ahorran hoy, esos mismos camiones profundizan los agujeros de más allá, donde Carlos irá diligente en los próximos días. Es un hombre contra 17 kilómetros, un hombre sustituyendo a un Estado.
“Los lunes y jueves no trabajo aquí, trabajo rozando monte con la guadaña. Y los domingos, que es el día de descanso, suelo vender piñas”. Hace años, en Palmira, hicieron una competición de venta de piñas, Carlos vendió más que el resto de los participantes juntos. 4.900 piñas, dice que vendió. Desde entonces se apellida Piña.
El sol cae picado, inclemente. No hay nube capaz de interponerse. “El sol no puede conmigo”, dice Carlos bajo su sombrero de paja. A pocos metros hay una gasolinera, polvorienta y sin asfaltar. Una mujer sentada en una silla de plástico, en la única sombra posible, espera clientes; llegan pocos. Sobre uno de los muros de la gasolinera, se lee: “Columna Móvil Jaime Martínez. Farc-Ep”. Carlos hace gestos para que baje la voz – aunque no hay nadie alrededor, y mueve la cabeza de lado a lado cuando le pregunto por la pintada. Es una reacción habitual, bajar el tono y evitar hablar del asunto. “A veces me preguntan si he visto a tal o cual, pero yo no he visto nada, yo estoy trabajando”, dice mirando su parcela alquitranada.
Carlos empezó a trabajar con siete años, plantando pasto para las vacas. A los diez años se fue de casa, a los 18 ya tapaba huecos. “Mi problema es que no quise seguir estudiando… y ahora prefiero que mis manos se llenen de ampollas, no de sangre”.
“Dios lo bendiga”, dice a los carros que le dejan algo de plata. El sol quema como un trago de aguardiente. Las nubes no se acercan. Y Carlos sigue, golpea la piedra, allana el camino.
Brillante
Me ha encantado, Juanjo: te decía "¡Tienes madera!" y así es