Ecos de zapatismo en Chiapas
Una parte de esta crónica es una ampliación de un texto que ya publiqué hace unas semanas. A partir de la primera foto empieza lo nuevo. El añadido es la visita a una comunidad remota, el café que tomé con un médico zapatista, el murmullo de lo que pasó en el 94. Y unas fotos de Carolina Chanona. Si quieren apoyarme, al final de la crónica está mi contacto.
Juanjo Herranz
El zapatismo tuvo su auge años atrás. El que fue vocero del movimiento, el Subcomandante Insurgente Marcos, murió y resucitó como el Subcomandante Insurgente Galeano, otro de sus compañeros asesinados, el Subcomandante abraza la narrativa, más tarde desapareció de la primera plana. Hay quien dice que fue enviado por el gobierno mexicano a una isla y rodeado de todos los lujos posibles para que dejase de abatir enemigos con su bala, su bala de lengua, dientes y saliva. Desconocemos su paradero, pero lo más probable es que siga viviendo entre las montañas chiapanecas, rodeado de su gente, de la gente del "color de la tierra", la gente que camina y camina y camina.
Las palabras del Subcomandante rebotan en las paredes de San Cristóbal de las Casas. El zapatismo no tiene la fuerza y visibilidad de aquellos días, sin embargo, su eco aún se escucha entre los cerros del sureste mexicano. Los zapatistas dicen que "caminando es como el mundo se vive". Este caminar quizá esté en su etapa de barbecho, de repliegue. Después de su golpe armado, el primero de enero de 1994, y posterior organización entorno a un discurso que viajó por los siete mares: "mandar obedeciendo, construir sin destruir, representar y no suplantar…" y se atoró en las gargantas de tantos que también creían que había que "construir un mundo donde entrasen todos los mundos", hoy las comunidades zapatistas siguen caminando, caminan en silencio, como caminan los segundos al caer la noche, imperceptibles. Este caminar es uno de los murmullos que atraviesan los altos de Chiapas.
Por avatares del camino, hace unos días me invitaron a un cumpleaños en una comunidad tzotzil (indígenas que pueblan estas zonas). "Va a haber zapatistas", me dijo la persona que me invitó. Lejos de un cumpleaños con caras cubiertas, rifles en bandolera y estrellas rojas decorando todo (haberlas las había), la fiesta fue un encuentro de familias. Niños, mujeres y viejos compartieron mesa, pastel y canciones. El zapatismo es un movimiento de la comunidad, no (solo) un ejército.
Cuando el día perdía fuerza y la oscuridad cubría uno de los horizontes, se acercó un hombre alto, de mirada larga y cabello níveo. Se despidió con un apretón de manos firme, como las garras de un jaguar, y un susurro: "seguimos caminando". Podía ser la voz del Subcomandante Marcos, o la del Subcomandante Moisés. Los zapatistas se cubrieron el rostro para que su rostro contase. Si este hombre se hubiera acercado con pasamontañas, ¿lo habría reconocido?
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(Los nombres de comunidades y personas han sido modificados. Lo importante, en estas zonas, no son las caras, ni las identidades. Pongo un pasamontañas a las comunidades y personas que me han mostrado su rostro)
A cinco horas de San Cristóbal de las casas, un camino se desvía de la ruta y sube hacia el cerro. Cinco horas en carro, hasta el camino, y treinta minutos a pie, hasta la comunidad. “Está usted en territorio zapatista. Aquí el pueblo manda y el gobierno obedece”, se lee en varios carteles al linde de la ruta. La cuesta es incipiente, el sol también. Una moto adelanta nuestro paso de elefante errabundo. “Ya han avisado de que llegamos”, dice mi compañero de viaje, “en el pueblo comunican cualquier novedad por walkie-talkie, y nosotros lo somos”.
En la comunidad Entrepinos, en algún lugar de las montanas del sureste mexicano, los granos de café, tendidos en telas, esperan al sol; los maíces, erguidos en la milpa, esperan la lluvia; los perros, tumbados entre arbustos, esperan los restos de tortillas; los hombres y mujeres, con la tenacidad de ayer, esperan un mañana mejor.
Hay comunidades zapatistas, hay comunidades que no, pero el zapatismo es hegemónico en las montañas de Chiapas, el zapatismo ha movido el tablero. Aunque las comunidades no sean zapatistas hay familias que sí lo son, y se organizan y toman decisiones a la manera que enseñó el movimiento.
El sol de la mañana avanza sobre el suelo de madera, un rectángulo iluminado gana terreno en la habitación. Detrás de la cabeza de Antonio, sobre un estante, dos mazorcas de maíz. Sus palabras tantean el aire que pisan. Confía y desconfía. Dice y no dice. Su primo, Don Durito, cuenta que solo fue un día a la escuela. “Aprendí a leer cuando tenía quince años”. El día después de iniciar sus clases fue el levantamiento armado y todos los profesores se fueron de las comunidades, tardaron mucho en volver. El gobierno, el continente, el mundo volteó por fin a mirar a esta región que producía tantas riquezas y disfrutaba tan pocas. Acababa de empezar, allá por 1994, el siglo XX para los indígenas. “Nosotros teníamos la vaca, pero otros tomaban la leche”, diría el uruguayo que constató que las venas sangrantes de América Latina necesitaban sutura.
La mujer de Antonio, Antonia, separa granos de frijol, los malos los bota, los buenos los remueve en el recipiente y suenan como una maraca, como una maraca insurgente. “Nosotros estamos en la resistencia”, se anima Antonio después de una hora de prolegómenos. “Las casas de madera son de la resistencia”, incide con orgullo. Aparecen tres categorías: las casas de madera son de familias zapatistas, ni aceptan dinero del gobierno ni emigran a Estados Unidos; las casas de otros materiales (ladrillo, cemento) son de familias que reciben ayudas del gobierno; las casas de dos pisos son de las familias que tienen alguien que se fue “al norte”. Antes de 1994 las casas de la región no eran tan siquiera de tablones de madera, eran de palos cortados con hacha y los techos eran de paja. “Ya aprendimos a ser autónomos”, dice Antonio, “estamos muy felices viviendo con nuestra maderita. No hemos recibido ni un peso. Estamos en resistencia. Hasta la fecha”.
“Mi papá me contó que cuando tenía diez años vio cómo a mi abuelo lo arrastraron por el suelo con una mula. Y le daban con látigos. Eran esclavos”, dice Antonio con temple de soldado. “Por eso cuando el levantamiento, cuando vino la recluta, mi papá no dudó y se fue a echar bala”. En este valle, hace setenta años, todavía se veían indígenas cargando a hombros a finqueros (latifundistas). Trabajaban de seis a seis. Solo les daban el domingo libre. Ese día lo dedicaban a trabajar en su milpa, en su maíz.
El sol gira sobre las montañas pinadas, el maíz cubre los alrededores de la comunidad. En unas zonas está fuerte, grande, florido. En otras, vencido: una vez se cosecha, la planta de maíz queda despintada, derrotada, como soldados con los brazos caídos. En una loma se da la conjunción: la planta ya cosechada, marrón y alicaída, contrasta con el maíz aún en crecimiento, verde y firme, que se extiende detrás, en la retaguardia. Recuerda a ese pasaje de la Guerra de Reforma (entre liberales y conservadores mexicanos) en el que un general liberal, González Ortega, consiguió llevar al frente a un ejército de 400 soldados armados y 3.000 soldados desarmados que esperaban detrás para recoger el fusil del que cayera y continuar peleando. Esa es la fe del maíz y del indígena, siguen sembrando, cosechando, envolviendo todo con tortillas y resistencia.
En la asamblea de padres y madres de la escuela autónoma explican, me explican, la educación alternativa que practican. De agroecología a matemáticas. De panadería a tojolabal (lengua que hablan los indígenas de esta zona). “Mis abuelos no conocían letra”, dice el más mayor de la asamblea. Desde los años sesenta, con “Tatik” Samuel como obispo de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas (“Tatik” significa “padre” en tzotzil, otra de las lenguas mayas que se hablan en los altos de Chiapas), se empezó a alfabetizar en zonas rurales. Estas escuelas autónomas son el fruto de aquellos primeros pasos del conocido como “obispo de los pobres”.
La noche llega. A partir de las nueve no se puede andar por el pueblo, normas de la comunidad. “Para prevenir”, dicen. Son las nueve. En la habitación de al lado se escucha el walkie-talkie sintonizando, un murmullo, palabras que se pierden, que se diluyen en la frecuencia. Apagan la luz. Hora de soñar.
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Ayer, después de un día de emociones menguantes, salí a recorrer las esquinas de San Cristóbal. Ante los embates del camino, he reafirmado en Chiapas, solo queda seguir caminando. Los pies se mueven sin permiso, esquivan carros, charcos y vendedores. Los ojos, que tampoco siguen órdenes, se clavan en un cartel: "LIBROS". Un garaje abierto ofrece una centena de libros. "¿Tiene algo del Subcomandante Marcos?", pregunto al señor de gorro ladino y camisa abierta que habita el garaje. "No, pero puedes ir a (...) y puedes hacer (...) y yo una vez (...) y el Subcomandante (...) y los indígenas chamulas (...) y la globalización (...) y jajaja (...) y qué haces por aquí (...) y deberías contactar con (...) y vuelve pronto a saludar...". Conversamos el tiempo que las piernas aguantan quietas sin dolores. Nos despedimos. El hombre de gorro ladino y camisa abierta (en estas tierras los nombres siempre sobran) me acompañó hasta la puerta y desde el umbral, mientras yo cruzaba la carretera, dijo: "buen camino". Me giré para sonreír, pero un autobús frenó delante de la tienda. Ya no veía el gorro ladino, ni la camisa abierta, la cueva de libros y confidencias se había ocultado. En San Cristóbal de las Casas, en apariencia, no pasa nada, pero los caminos siguen abriéndose.
(Esta crónica iba a ser publicada (y pagada) en un medio, pero en ultima instancia no pudo ser. Antes de seguir peleando para que me lo publicasen, he decidido, robándole la idea conceptual a Martín Caparrós (le he robado tanto que no creo que le moleste un asalto más), publicarlo en mi “cuarto propio”, mi “medio medio”. Si algún día pudiera dedicarle el tiempo que quiero a este espacio, quizá, y esto ya entra en territorio onírico, podría escribir siempre las historias que me gustan.
Si quieren/pueden apoyarme, mi Bizum: 628227804. Si quieren PayPal o transferencia me pueden escribir a juanjo.hba@gmail.com. A cambio, audiocuento, uno nuevo cada semana.
Cada vez que escribo estas prédicas económicas, me siento pasando el cestillo en la iglesia, estirando la mano en la puerta del convento, como un pordiosero. Eros era el Dios del amor en Grecia. “Por Dios Eros”, decían los mendigos. Por el amor de Dios abrían la cartera los griegos y los romanos. Ustedes pueden elegir su motivo).
¡Por dios Eros! ¡Qué hallazgos hace uno en tus escritos! Camina, camina, Juanjo.