19/04/2023
Llegar a la Ciudad de México es llegar a una ciudad que no conoce nadie. Nadie sabe dónde acaba, dónde empieza. Los censos no aciertan, los límites no limitan. Hay tantas calles que muchas se llaman igual, así que una dirección te puede mandar a la otra punta de la ciudad, a varias horas, si no te fijas bien en la colonia y en la delegación en la que se encuentra. La Ciudad de México no tiene nombre: cuatro palabras huecas, nada que rascar en su etimología. Una megaurbe de decenas de millones de habitantes sin explicación en su título de qué es, qué fue, qué será. Juan Villoro, empedernido sintetizador, es capaz de ponerle el nombre adecuado a las cosas: sobre la CDMX dice que resulta casi escandaloso que tantas ciudades lleven el mismo nombre.
En el momento que pisas esta ciudad numéricamente incorregible, eres parte de ella. La masa cuantitativa es una garantía de pertenencia. Los chilangos, como llaman a los que viven aquí, son, somos, todos los desquiciados que recorremos el monstruo tumbado sobre el valle de Anáhuac. Si algún día esta ciudad, este monstruo, se levantase, cubriría el sol. La Ciudad de México, que tiene unas siglas tan estéticas y futuristas que parece haberse bautizado así para embellecer los carteles de las giras de artistas internacionales, tiene la fuerza de un eclipse. CDMX es un fenómeno de la naturaleza y viene del futuro.
Cuando llegué a la ciudad, en autobús, no vi nada más que luces y edificios, primero lejos, luego ahí, frente a la ventana. Aunque la noche ha dejado de ser noche con tanto foco y farola, sigue siendo el hogar de las sombras. Cuentan que el 30 de junio de 1520 los españoles (¿eran ya españoles aquellos barbudos que cruzaron el océano?) perdieron una batalla a las puertas de Tenochtitlán. La “noche triste” han llamado a aquella derrota de Hernán Cortés y sus aliados frente a los aztecas. Imagino que aquella noche de verano fue tanto o más oscura que esta para los recién llegados. Enrique Dussel, uno de los grandes intelectuales vivos de México, dice que cuando los soldados de Hernán Cortés estaban entre los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl y vieron por primera vez Tenochtitlan debajo de ellos, exclamaron: "tan grande como Constantinopla, tan bella como Venecia".
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Toda la mañana buscando un libro de Juan Villoro. Es difícil encontrarlo. Según dicen solo en librerías de segunda. Hay decenas de librerías de miles de libros usados, las más grandes que nunca vi, alejandrínicas. Pero no, el libro no está. Último recurso: “ve al callejón de los libros, detrás del edificio de Correos”, me dicen. El callejón es una calle estrecha colmada de puestos y libros. “¿Tienes algo de Juan Villoro?”, pregunto al primer librero, y lanza un grito que va avanzando por el callejón. Los libreros repiten "Juan villoro, Juan villoro", una cascada de voces buscan al autor. El autor no responde, tampoco está en el callejón de los libros.
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En la plaza Garibaldi, antes del jolgorio nocturno, mucho antes, ya están aquí los mariachis. Los que van a tocar en un restaurante, mariachis asalariados, ensayan en una terraza: violines, trompeta, guitarras, arpa. Son trece y cantan acompasados: "No vale la pena...lo que tú me quieres, porque es muy poquito", de Juan Gabriel. Un mariachi freelance, de los que no tienen la paga asegurada y van y vuelven por la plaza buscando clientes, se acerca y en voz baja me dice: "¿Mariachi?" (parece preguntar por un igual suyo), "¿Cielito lindo?". Lo que hace es vender canciones de amor, un extraperlista de corazones en números rojos. Otro mariachi en silla de ruedas, sin piernas, tiene más suerte y convence a una gringa, y a su novio gringo, de recibir una serenata. Y allá va la trompeta que guía el sonidero. "I loved it", le dice ella a él cuando terminan, y se van pizpiretos.
Apostados en las esquinas, en los bancos, bajo la escasa sombra de los árboles, los mariachis esperan su oportunidad. Los hay jóvenes y los hay de última edad. Unos beben cerveza, los otros, también. Y siguen llegando, goteando. Y hay más mariachis que lo contrario. El color negro de las chaquetas, el blanco de las camisas, el plateado de los laterales de los pantalones visten la plaza Garibaldi. Deambulan como herederos de un imperio que ya no. Los mariachis, me entero después, se piden como las cervezas: “un seis de mariachis. Un doce, un dieciocho”.
Ciudad de México es una novela. Esto, un pie de página.
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La publicidad más genuina, que hicieron los Venga Monjas para AmazonPrime, es hoy mi invitación para que aporten a esta newsletter, para que el parné llegue al otro lado del océano y pueda escribir historias merecedoras de sus lecturas. “Han mordido el anzuelo, nos han dado dinero y nos han salvao’ el ojal”, cantan los Venga Monjas con la ilusión de los que saben que este mes sí que llegan hasta el final. Para salvarme el ojal, Bizum: +34 628227804 (PayPal o transferencia escribid a juanjo.hba@gmail.com)
No dejen de ver el vídeo:
A cambio, un audiocuento leído por mí. Van tres:
Los arroyos, cuando bajan, ya no tienen regreso, más que bajo tierra, de los cuentos de “El Viejo Antonio” escritos por el Subcomandante Marcos
Mirarse para adentro, de los cuentos de “El Viejo Antonio” escritos por el Subcomandante Marcos
Camino a la soledad, de la antología “Cuentos para leer desnudo”. Este lo escribe Guillermo Bazavilvazo.
Qué bien lo pasamos leyéndote, Juanjo. Abrazos.