25/06/2022
Ahí estaba yo, dando saltitos en un cuarto. “Más alto”, decía el suboficial. Ahí estaba yo, saltando más alto mientras el avión que tenía que llevarme a Panamá se llenaba. Última llamada para el pasajero Juan José Herranz Álvarez, decía una voz omnipresente.
Quería comprar una novela de Philip K. Dick y chicles, pero los aviones no esperan a nadie. Además, a las cuatro de la mañana el aeropuerto de Cali es un desierto. Llegué con el avión puesto, listo para salir. Primera vez que me llaman por la megafonía de un aeropuerto.
En Ciudad de Panamá me recibe Juan Carlos. Un tipo de más de metro noventa, kilos para dos metros y medio, y una voz fuerte, ronca, oscura; de locutor ancestral. En el barrio, en la familia le llaman Shaka, por aquel guerrero zulú que luchó contra los británicos.
Shaka me lleva a su restaurante a desayunar, nada más aterrizar mi avión, y me ofrece cerdo, pollo, vaca, arepas. Shaka me lleva a casa de su familia a cenar y me ofrece empanadas, papas rellenas, cerveza, mucha cerveza. La familia son decenas, un patio compartido en el medio y viviendas alrededor.
La madre de Shaka, Romelia, está ciega, no ve casi nada con los ojos, pero tiene una mirada profunda, tierna. Habla mucho y se ríe, mucho. Sus ojos no encuentran los míos cuando me habla, mira un poco más arriba, como si hablase con una versión más elevada de mí. Así me hace sentir.
29/06/2022
Pospongo mi salida del Darién. Una onda tropical (estado anterior al ciclón) amenaza con golpear el caribe venezolano, colombiano, panameño, tico y nica. Cada pocas horas miro las previsiones. La información es contradictoria, y poco concreta, no es información. Parece que no afectará la zona que voy a visitar. La espera espera. Espero.
03/07/2022
Ayer llegué a las islas de San Blas, territorio de los Guna Yala (se pronuncia con k, y antes se escribía con k, hace unos años cambió, el idioma guna no tiene el fonema k), hijos de la montaña, la selva, el mar. El archipiélago tiene 365 islas (islas caribeñas de arena blanca y agua transparente), dicen, una para cada día del año. Yo me conformo con la misma para seis días. Seis días sin Internet. No lo hago desde el cretácico superior.
Mis redes sociales en la isla, de 80 por 150 metros (o algo así), serán Matilde, bisabuela Guna (60-70 años), que no habla español ni la importa; le importan sus artesanías de mil colores y lavar ropa, lavar ropa le apasiona. Kimberly (30), nieta Guna, que se encarga de cobrar y atender a los turistas que llegan a pasar el día a la isla. Desiré (25-30), nieta Guna, que ayuda a Kimberly con los cobros. Ismael, nieto Guna (20), que rastrilla un tercio de la orilla de la isla por las mañanas y vende bebidas frías a los turistas. Rubén (25), novio Guna de Desiré, que rastrilla un tercio de la orilla por las mañanas y cocina para todos. Robén (6), bisnieto Guna e hijo de Desiré y Rubén, que no tiene más tarea que holgazanear, como yo. Y Jero (40-50), familiar lejano Guna, que rastrilla el último tercio de la isla por las mañanas y pesca en el cayuco todos los días.
Me acuerdo del milagro de P.tinto y de esa partida de póker etnológico.
Dedico el día a nadar, bucear, comer, abrazarme a la hamaca, bañarme, secarme al sol, cerrar los ojos tumbado en la arena, leer a la sombra, escribir esto, comer coco, beber agua de coco, aprender guna, buscar el punto exacto del horizonte, nadar, bucear, comer.
04/07/2022
Me despierto a las seis de la mañana. El sol ya ha salido, pero lo cubren nubes densas. El cielo está oscuro, anuncia tormenta. Duermo un rato más y me despierto con la tienda en modo parapente. La única parte de la carpa que se mantiene en su lugar es la que reposa sobre mis 70 y pico kilos. Empieza a entrar arena, el viento arrecia, duro. Intento cubrir la entrada de aire tapando la puerta. No se puede. Me acuerdo de la onda tropical.
Con una mano sujeto la tela de la entrada, con la otra empiezo a guardar cosas en la mochila, tengo que evacuar, el desastre es inminente. Oigo una voz fuera, Rubén ha venido a rescatarme.
Chorreando entro a la cabaña de la familia. Todos sentados en las hamacas, la mirada seria, un leve balanceo. Ahí fuera los cocos truenan contra el suelo; los truenos, contra el cielo. El viento desesperado, la isla se vuela. El único tranquilo es Robén, que sigue jugando con sus muñecos. Más tarde me dirán que Robén puede entrar a los sueños de otras personas y que en esos sueños ve el futuro. “Va a pasar pronto”, le dijo a su mamá cuando empezó la tormenta.
Una hora después el sol brillaba y yo retomaba mi rutina: nadar, bucear, comer, abrazar la hamaca…
05/07/2022
Salgo a pescar con Robertino -familiar que vive en otra isla- y Jero. Robertino habla un poco de español, Jero nada, pero sonríe tanto que es más que suficiente. La sonrisa es un B2 en cualquier idioma.
La lancha de madera tiene cien cicatrices. Robertino maneja el motor con la izquierda, con la derecha, cada pocos minutos, achica agua con un bidón cortado a la mitad. Jero, de pie, en proa, prepara el material: un rollo de hilo, tres clavos gordos y doble anzuelo.
Si en el primer intento pican, Jero lanza un coral enorme que había subido a la lancha en la isla – a modo de ancla- y ahí nos quedamos. Cuando notas que los clavos tocan fondo, tensas el hilo, suave. El hilo descansa sobre la última falange del dedo índice; la muñeca, sobre el canto de la balsa; la mirada, sobre las islas del horizonte; y la mente, sobre sí misma, de sí misma. Entiendo a todos los que se echaron al mar. Los problemas, parece, no saben nadar.
Robertino y Jero ya sacan pescados. Jero saca uno en cada anzuelo. No paro de preguntar a Robertino qué debo sentir para sacar el anzuel. Él, con toda naturalidad, no me contesta, como diciendo, “lo sabrás”. Noto leves movimientos del hilo y, algo ansioso, recojo carrete. Casi seis metros de carrete. No hay nada. El cebo intacto. Los peces siguen abajo.
Lanzo de nuevo y poco después de tocar fondo -como a veces pasa en la vida- lo noto. Noto el culebreo del hilo, el tirón, la señal, clarísima, que estaba esperando. Recojo el hilo alternando las manos, 13 o 14 manoteos después el pez sale a la superficie. Cae sobre mí y se revuelve. Lo agarro con una mano, con la otra intento sacar el anzuelo. El pargo boquea y aletea, sufre, el anzuelo está profundo, dudo por un instante. Veo a Jero y Robertino afanados en sacar pescados, felices de haber encontrado el banco de peces (llevábamos alrededor de una hora buscando), tranquilos por llevar comida a casa; dejo de dudar, saco el anzuelo, y pongo más cebo.
Robertino me mira y sonríe, como diciendo “¿viste?”. Tenía razón, cuando sucede lo sabes, lo sabrás, no dudes tanto. Seguimos sacando peces, sin parar, es frenético, divertido. Volvemos con el cubo lleno. Contra toda intuición, no he sido un estorbo.
El pescado recién pescado -y frito- con patacones es una delicia. Más si lo sacaste tú mismo. Formar parte de algo más grande, de la naturaleza en este caso, da felicidad, felicidad moderada, que ya está bien.
A partir de los 30 años sigue habiendo primeras veces. Mi primer pez hoy, mi primera cana hace diez días.
Scarlett Johansson tumbada en la cama junto a Bill Murray en “Lost in Translation”, le pregunta: “¿Se hace más fácil?”, refiriéndose a esto de estar vivo, y Bill contesta: “No”, duda, “Sí. Sí se hace más fácil (…). Cuanto más sabes quién eres y qué quieres, menos te afectan las cosas”.
06/07/2022
Desayuno, como, ceno con la familia. Les ayudo en las tareas. Descargo cosas de las lanchas. Contesto dudas a los turistas. Sigo con mi rutina. Escribo. Leo. Duermo con el sol. Despierto con el sol. Me acuerdo del teléfono, algunas noches me gustaría revisar el WhatsApp y el correo. Otras, ni lo pienso. Desde el día de la tormenta duermo en hamaca, en la entrada de la cabaña hiperpoblada de la familia. A mi vuelta voy a empezar una dieta digital, ya vale.
Muy bueno el relato. Cuando estuve en una de las islas, me hubiera encantado, y sorprendido, ver a a un palentino, jajajaja, contestando las dudas de los turistas. Qué sigas disfrutando...