01/08/2022
Dos buñuelos y un café en riesgo de derrame ocupan mis manos dirección a la oficina. Primer día de agosto, y lunes. No siento que sea verano, tampoco que sea lunes. Las gallinas que entran por las que salen.
“Siempre que siento que empiezo a hacer mohínes y a enfurruñarme, y noto las húmedas brumas de noviembre en mi espíritu (…) es cuando comprendo que ha llegado el momento de volver al mar con urgencia”, se lee en el primer párrafo de Moby Dick. Estoy, moderadamente, feliz en Quilichao, pero tengo anhelo de mar: de moverme, de hacer la maleta, de sacarme la nostalgia a golpe de caminos, tinta y barro. Cojo un autobús, cruzo una frontera, y vuelve a estallar la primavera. El horizonte siempre se aleja cuando nos acercamos. Esta vez no voy a perseguirlo, voy a alcanzarlo.
“Vagar sin rumbo por nuestra mayúscula América”, dejó escrito Ernesto Che Guevara en su libro “Notas de viaje”, que más tarde se llamó “Diarios de motocicleta”. Un artículo que alguien brillantemente tituló: Ernesto Chess Guevara explica su, más que afición, dominio del ajedrez. Guevara fue un jugador notable, quizá por la semejanza entre el ajedrez y la guerra de guerrillas, quizá porque descubrió la fuerza de los peones cuando se juntan.
Ha venido a visitarme un amigo, Pitu, posiblemente el segundo palentino que tiene la suerte de pisar Santander de Quilichao. Hace unos años, en el Escondite de Lavapiés, uno de mis bares favoritos de Madrid, jugué seis partidas de ajedrez con él. El bar parece una casa: sofás, mesas bajas, espejos, estanterías, libros, tableros de ajedrez; una casa casi normal, algo embriagada y opalescente: una casa que podría ubicarse al otro lado de la madriguera de Alicia en el país de las maravillas.
Perdí las seis partidas, me ganó las seis partidas. Durante la sexta partida un hombre se acercó a vernos jugar, un parroquiano del Escondite. Nuestros movimientos, torpes, no habrían vencido ningún ejército regular, ni sobre el tablero de 64 casillas ni sobre serranía ni selva alguna. Aun así, se quedó a vernos jugar y, hoy, cuatro, cinco, seis años después todavía recuerdo la lección, sutil, que salió de su boca; a él, en cambio, no lo recuerdo. Altanero, ególatra, soberbio y mal perdedor como soy -o como puedo llegar a ser, cuando mi amigo acorraló por sexta vez mi rey, dije: “¡Juguemos otra! ¡Apostemos 50 euros!”. El hombre no había abierto la boca -que recuerde-, no había dicho -seguro pensado- dónde vas con ese alfil, o deja el caballo quieto, bobolón. Nos había dejado equivocarnos, hasta que quise apostar, ahí intervino. “Para qué, para qué meter dinero a algo que ya es divertido por sí mismo”, dijo, o algo así.
El recuerdo de una tarde en un bar escondido; escondido con un amigo jugando al ajedrez, valdría más, si se pudieran tasar los recuerdos, que unos cuantos billetes doblados en la cartera.
Supongo que paralelismos entre el ajedrez y la vida hay decenas, todos válidos, algunos exagerados: un alfil, en su diagonal blanca, nunca se encontrará con un alfil en su diagonal negra, por mucho que insista. Basta saber eso para hacerte más fácil la partida -de la vida-, o no.
02/08/2022
En una pared alrededor de una universidad cordobesa, en Argentina, se puede leer, según el libro de crónicas viajeras (Viajera crónica), de Hebe Uhart: “Entre morir de pie y vivir arrodillado, prefiero subsistir sentado”, y me pregunto si el Che, en algún momento, con las rodillas adoloridas y los pies cansados barajó esta posibilidad.
Amanecemos en Cali, en un hostal con agua caliente. Me ducho con una sonrisa plácida y bobalicona. Pitu todavía no está preparado para salir, para muchas otras cosas está preparadísimo. “Tienes que ver Para Sama”, me dice mientras recoge cosas en la habitación, “es un documental sobre la guerra en Siria”. Me explica varias escenas, bélicas, gores, y peor. Y detalla una: “dos señores juegan al ajedrez en una zona destruida por las bombas, y dicen que es su única forma de luchar: intentar tener una vida normal”. Me cuenta esto como si supiese que estoy escribiendo sobre él y sobre el ajedrez y quisiese firmar un párrafo.
Salimos a caminar. Hacemos un círculo saliendo de San Antonio, cruzamos el centro, desayunamos arepa, huevos, arroz, en plaza Caicedo compramos un libro de Zambra, bajamos por la calle 10 hasta la carrera 15, paramos en el mercado Alameda, jugo de mandarina mediante llegamos a la calle quinta, subimos a la iglesia de San Cayetano, evitamos las cuestas y regresamos a la quinta -que borbotonea tráfico-, llegamos al río, cruzamos el río y nos sentamos en Los Turcos, uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad, donde se reunían Caicedo, Ospina y compañía en los 60s (quién es esta gente y qué hacían ya lo conté aquí, para quien le interese recorrer un poco más de Caliwood, Cali-calabozo, Calidoscopio).
Anoche pedí un plato de pasta en un asador de carnes. Hoy, en Los Turcos, restaurante de comida árabe, pido un arroz con camarones. Jugar al despiste, esconder al rey, huir, no saber qué estás haciendo, pedir lo que no debes, ni quieres (¿quiero, acaso, lo que deseo?); mi forma de jugar al ajedrez y de vivir se parece suficiente.
Entramos a una librería-cafetería para comprar un portaplanos; no tienen. En una sala contigua, medio escondida, hay una pequeña biblioteca: en medio de una mesa de madera, un ajedrez. Nos sentamos a jugar. Cuando acabe la partida nos despediremos, él a España, yo a Quilichao. Movemos peones al frente, lanzamos alfiles punzantes en diagonal, atacamos reyes a golpe y galope de caballo. La partida es divertida; supongo que, a ojos entrenados, desastrosa.
No interesa demasiado el desenlace. Qué importa quién gana o quién pierde. Lo importante es mover las fichas, que no te pese la mano, que tengas una estrategia, un plan, que pienses los movimientos, que no subestimes, que te atrevas, que entiendas que hay sacrificios que suponen victorias y que hay muchas partidas en la misma partida, que todo cambia rápido, que hay sorpresas a la vuelta de la esquina, que el camino a veces es negro y a veces blanco, que el futuro puede ser predecible, por lo menos unos cuantos movimientos, que tus elecciones hoy determinan tu posición en el futuro.
Qué importa quién gane o quién pierda; cuando la partida acaba, acaba para el que gana, acaba para el que pierde.
Gané yo.
Salimos con la cabeza descansada después del esfuerzo, como quien termina de hacer ejercicio, con millones de sustancias acabadas en -finas aireando nuestras ideas. Caminamos tranquilos. Adiós, amigo. Adiós, amigo.
Entre vida y ajedrez
Entrañable viajero