Diario maya IV
07/01/2023
Hoy dejo la casa que alquilé durante un mes. Llega la casera, le entrego las llaves. “¿Dónde has estado de vacaciones?”, pregunto sabedor de su viaje familiar. “Hace seis años a mi esposo le explotó la aorta, el 24 de diciembre. Nos íbamos de viaje el 25”, contesta fulminante. Seis años después han hecho el viaje que su marido soñaba: un pueblito en una montaña de California donde, dice, hace mucho frio y comen mucho salmón. “Toma, un regalo”, y me da una caja de salmón ahumado bien envasado y empaquetado. “Ha sido un gusto conocerte”, se despide. Enfilo la ruta por última vez: Chelem, Progreso, Mérida. Vuelvo a Valladolid, a escribir un reportaje sobre hoteles, restaurantes y tiendas. De crónicas no se vive, de momento. El paquete de salmón no cabe en la mochila, la mochila solo guarda imprescindibles. En una mano una guitarra sin funda que quiero vender en Mérida; en la otra, una caja de salmón.
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La buseta, la combi que lleva a Progreso tarda en llenarse, tarda en salir. Sube un hombre y saluda. Mira el salmón, mira la guitarra, hablamos. Va a preparar la carnada, dice. El lunes salen a pescar, a pescar mero. Pasan veinte días en altamar, echan anzuelos, sacan peces. Para que el patrón tenga garantía de que van a chambear (a trabajar) duro, tienen que pagar un anticipo de siete mil pesos (350 euros). Ajenos a supersticiones, son trece los pescadores que salen en el barco, sin embargo, no están mucho tiempo juntos. Cada mañana, a las seis, les lanzan a un bote, un bote individual donde pasan doce horas buscando mero. Tanto tiempo solo. A merced del mar. Al borde del naufragio: nau viene de navis (nave), fragio viene de fragere (romper). Al borde del “menfragio”, digo: men viene de mentis (mente), fragio viene de fragere (romper). Doce horas enroscando camarones en anzuelos. Veinte días esperando a ver qué sale. Doce horas enroscando la soledad. Veinte días esperando a que acaben. Si la faena va bien, vuelven al puerto con dos toneladas de mero. Si la faena va mal, vuelven sin volver. “Está duro, está duro”, murmura antes de bajarse.
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Fui a vender la guitarra al barrio de la compra-venta. "Frente al Monte Piedad", me decían cuando preguntaba por las casas de empeño. Un pie detrás del otro, desecho en sudor, me acercaba a las calles donde todo se compra, donde todo se vende, al Monte Piedad, donde esperaba encontrar, al menos, un aire acondicionado indulgente. A Mérida le llaman "la ciudad tranquila", "la ciudad blanca". Durante las horas de calor, podría llamarse "la ciudad de una acera". Todos buscamos el lado piadoso, sombrío. La acera soleada es un desierto, un desierto que crece. A mediodía la sombra es un lujo que ni en la calle de la compra-venta se consigue.
Llegué a la Piedad sometido a un goteo regular. Cuando me disponía a cruzar el umbral, un señor, 50 años, pocos dientes, me inquirió: "¿compras, vendes?". Vendo esta guitarra, le dije acercándome a su esquina y levantando la mano en la que llevaba la guitarra, evidenciando que el salmón de la otra mano no estaba en venta.
“¿Cuánto quieres?”, sonreía mostrando sus dientes en peligro de extinción. “Quiero quinientos pesos”, le dije con aplomo fenicio. Junto a él, otro hombre, su socio, parecía mirar la guitarra, pero escudriñaba mis manos. “Te doy trescientos pesos”, dijo quitándole importancia y mirando hacia otro lado. ¿Quitar la mirada es síntoma de mala mano o buena mano? Intentaba recordar mis timbas juveniles. Esa esquina del barrio la Piedad se había convertido en el casino de Torrelodones. Esta guitarra es buena, y flamenco y España y no sé qué más cosas le dije, de nuevo con una seguridad ignota.
“Tengo que entrar a preguntarle al patrón”, dijo, y me vi ganador. “Toma los quinientos pesos, para que no desconfíes”. Que te digan que no desconfíes te planta la idea en el cerebro. Miré los billetes, no parecían falsos. ¿Iba a ganarles en su juego, en su cancha? El socio entró a un local con mi guitarra, me quedé con el señor de dientes en retirada. Le ofrecí un cigarro. Fumamos. Trabajan en esa esquina de 9 a 7, de lunes a domingo: electrodomésticos, celulares, oro. “Todo se encuentra aquí”, dice saboreando el humo y dejándolo escapar sin abrir la boca. El socio sale: “el patrón dice que trescientos pesos”.
Dudo que haya un patrón, su apuesta estaba clara desde que me vio sudando al cruzar la calle. Yo podía dármelas de fenicio, pero esos dos habían ido y vuelto por la ruta de la seda. “Cuatrocientos”, le digo rebajándome a comerciante de mercadillo. Huele sangre y repite: “el patrón dice trescientos”. Digo que no, que voy a buscar otro patrón, lanzo mi farol. Cojo la guitarra y le devuelvo el dinero. Espero su reacción. Sus cuatrocientos. Quiero vendérsela por lo que sea e irme, pero “hagan sus apuestas”, “no va más”, “seguimos para bingo”. Quería ser el caballero de la chaqueta negra que gana en los casinos. No dicen nada. Me giro, doy tres pasos, vuelvo a sudar. Entro a la casa de empeño. “Aquí no compramos guitarras”, dicen. Espero dentro, hay brisa: un ventilador anémico que se siente como un tornado airea mi derrota. Espero dentro, el farol no ha funcionado.
Salgo de la tienda, apenas unos minutos, ya no estaban. Busco a un lado, busco al otro. El señor aparece como una sombra, muy cerca. “Si a los cinco minutos de sentarte en la mesa no sabes quién es el pescado (fish), el pescado eres tú”, decía Matt Damon en la película Rounders, que tantas veces vimos cuando nos creíamos jugadores de póquer. El término fish funciona en el mundo de los juegos de apuestas, de los videojuegos. El hombre de la esquina tenía pocos dientes, sin embargo, él era el tiburón, yo el pescado.
En Chelem se quedan las canciones, en Mérida la guitarra.
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La mujer que se sienta a mi lado -por no decir encima de mi- en el autobús está embarazada y come y come tal cantidad de ganchitos que podría estar alimentando a un brontosaurus. Quizá tenga un cheeto stick en vez de un bebé. Cinco horas después llego a Valladolid.
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El tipo que duerme debajo de mí, en la cama de debajo, viene de Francia, y no habla español, el inglés tampoco es lo suyo: piensa rápido, habla a chispazos, mete frases en francés. Trabaja tomando fotos a camiones, poniendo GPS a camiones, siguiendo a la gente que sus jefes le piden. No entiendo nada. Lleva tres días en Valladolid, está aburrido, dice. Tacos, tacos, tacos, dice. No le veo el problema a los tacos, pienso. No te gustan los tacos, pregunto. Aburrido, dice. Quiero ir a Colombia, quizá la India, esto es aburrido, repite.
Nos volvemos a encontrar en un puesto de comida. Cenamos juntos, callados, hambrientos. Me cae bien. Me enseña fotos de lo que hace. Fotos furtivas. Fotos de camiones parados en zonas de servicio con los portones abiertos y electrodomésticos descargados al lado. Fotos de película de investigación criminal. Me enseña mapas que siguen el recorrido de los camiones. Salen de Francia, pasan por España, Marruecos, y se pierden en fronteras que desconozco, hasta el centro de África. Según le entiendo, sus jefes son de una empresa de reciclaje y le contratan para demostrar por qué no hay electrodomésticos que reciclar en Francia. No entiendo nada. Quiero dormir. Que callen las historias un rato.
Vuelvo a la habitación y veo que tiene una bolsa de plástico donde pone pijama. Me gusta la gente que estima sus pijamas. No sabe qué hacer, no sabe a dónde ir, supe más tarde, porque tiene el corazón en barbecho. ¿Cuántos kilómetros hacen falta para que vuelva la primavera a un corazón yermo?