Se iba a Estados Unidos con un fotógrafo, qué decadente absurdo. Me fui al apartamento que tenía alquilado, una sala diáfana por donde me arrastré y bebí y lloré mezcal. Quería emborracharme y olvidarme de Marta, pero Marta se agarraba a mi garganta en cada sorbo. Y fumaba, fumaba sin parar y Marta se aparecía en el humo y me decía “me he vuelto a enamorar de mi ex, me voy a Nueva York”. Te puedes ir a la chingada, pensaba yo, pero solo la miraba y me hubiera arrodillado de haber visto una sola posibilidad de que se quedara.
Esa noche me hice amigo de los monstruos de debajo de la cama y salí a caminar por un sitio que no era mi casa, por un pueblo famoso por tener el árbol más ancho del mundo. Y ahora también podría serlo por tener al tipo más triste del planeta. Porque qué triste caminé aquellas calles, tan lento que parecía caminar quieto. Y caminaba, con la voluntad de caerme, de encontrar un abismo, sin darme cuenta de que yo era el abismo y el cigarro se consumía y los minutos se miraban entre ellos, asustados de ver mis ojos profundos y perdidos, y agarraba el móvil para llamarte, pero no contestabas, nunca contestaste porque yo no llamé, porque no me atreví a decirte que me habías descubierto que podía ser algo más que un huraño, que podía reírme y dormir tranquilo.
Y la mañana siempre llega. Pero igual que llega la mañana, bien sabe el desenamorado, llega el recuerdo, que no estaba ahí hasta que está, justo después de abrir los ojos y mirar al otro lado de la ventana, y ver el mundo y pensar en salir a pasear, justo ahí vuelve diciendo que no quiere estar contigo, y no puedes entender cómo su risa se convirtió en espalda, ni qué hacer para sacarte la frialdad de sus palabras, ni por qué se clavaron tan profundo la espina, la rosa, el bosque.
Luego entendiste que uno puede enamorarse de quién quiera, y agradeciste, incluso, que te hubiera tocado a ti. Intentaste escribir esa sensación de no tener oxígeno en ninguna célula del cuerpo, de tener ojos que no enfocan, manos que no encuentran. Viste la fragilidad de los besos que nos dábamos hasta que dejamos, dejaste, de hacerlo, dejaste de darme besos, hoy, esta mañana, lo vi casi a cámara lenta, como una cucharilla caer de una mesa familiar de domingo, justo antes de que, camino a casa, el padre se infarte manejando el coche y la hija se golpee la cabeza en el accidente y pierda el habla, para siempre, y la madre busque hasta hoy la forma de no colgarse del árbol que se mueve en el patio. Hay tanto viento en el patio, hay tanto viento en el mundo.
Agradeciste a Marta porque qué escritor puede escribir sin haber tenido el corazón en la misma mesa donde escribe, fuera de su cuerpo, inerme, junto al ordenador, borbotoneando penas y dictando los párrafos del olvido. Los párrafos que empiezan cualquier día, los que te levantan del sofá y te llevan a un bar a un teatro a un cine y vuelves a llamar a algún amigo, a pasar por la librería que te gusta, a usar todas las letras del teclado, también las que llevan su nombre, porque ya no te importa, has callado la voz que te decía que siempre estarás solo, porque estar solo, piensas, es tan genial como no estarlo.
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Voy a intercalar estas Veinte historias de amor descendientes con los Diarios. Aquí vuelven unas entradas atrasadas:
18/09/2023
Alguien me preguntó, hace unos días, en una boda de buen comer y beber: “¿qué tal la vuelta a la realidad?”, en referencia a cómo estaba llevando dejar de viajar. “¿Acaso el viaje no es real?”, contesté conteniendo las ganas de golpear la cabeza de mi interlocutor con el vapeador triple watermelon que regalaban en la barra de la fiesta.
19/09/2023
Hay días que despierto con la voluntad desbocada y envío propuestas a periódicos y revistas donde grandes periodistas y escritores escriben grandes historias. Otros, con la ilusión mermada, busco trabajo en bares o en recepciones nocturnas, donde pueda olvidarme del oficio y seguir buscando qué sé yo qué entre las sombras.
No salgo mucho de casa, apenas para ir a la biblioteca y al Mercadona. Como barato y vivo en retirada. Si no consigo un sueldo pronto tendré que masticar el aire y habitar alguna esquina.
Desde la ventana de la biblioteca veo un banco, podría ser una opción, parece cómodo: dos planchas de madera, una vertical y una horizontal, donde podría sentarme y tumbarme. También tiene unos hierros negros que sujetan y unen las maderas, y un acabado muy elegante con seis remaches plateados. Detrás hay un arbusto, que podría usar de baño, y a dos metros hay una farola, así podré leer antes de acostarme. Tengo una papelera cerca y algunos perros que visitan a diario. Más allá hay otros bancos y seguro que tendría vecinos pronto. Me podría quedar en el banco, aunque viendo como está Madrid, seguro que piden dos meses de fianza.
Bonustrack:
Hace dos años que escribo esta newsletter y aquí va el balance anual: el primer año se suscribieron 140 personas, el segundo, 200. A este ritmo trepidante voy a tener que ponerme objetivos más a largo plazo, al estilo de la ONU. Mil suscriptores para 2030.
Cada comentario y muestra de cariño hacen que siga publicando. De no ser por un puñado de fieles que leyó y comentó cada semana, estos papeles digitales estarían envolviendo pescado digital hace mucho tiempo.
Hoy os quiero pedir que compartáis esta newsletter, que se la mandéis a algún amigo al que queráis torturar semanalmente, a alguna enamorada/o que queráis que se acuerde cada sábado a las 10 de la mañana de vosotros, que la compartáis en las redes, en WhatsApp, en el próximo silencio incómodo de vuestras conversaciones. No me haréis más rico, pero sí más feliz. Gracias por leer.
Lo del banco y el arbusto alguien te lo va a copiar para publicarlo en Idealista. Y qué sería de los escritores sin las Martas.
Te puedo hacer compañía en el banco de en frente, pero de momento no tengo para la fianza.