Allí estábamos todos los candidatos a cooperantes, en un pueblito de los Países Bajos. Una semana de clases, entrenamiento y simulaciones rodeados de pinos y de jóvenes de toda Europa. No creo que te puedan preparar para llegar a un país en conflicto. Tampoco hay preparación posible, supe en cuanto ella entró a la clase, para resistir la belleza del Véneto.
Emilia, 29 años, veneciana, vaqueros negros y ceñidos, top blanco por encima del ombligo, melena larga y ojos del color del Adriático se sentó a dos sillas de mí, y quise balbucear un saludo. “Ciao”, dijo correspondiendo a mi atragante. Sonreí, me sonrió, y por suerte entró el profesor y pude recomponerme. Explicaba los principios fundamentales del derecho internacional, los protocolos de seguridad en una catástrofe, y yo bizqueaba mirando a Emilia que, en cuestión de días, se convirtió en una emergencia totalizante.
Es imposible que Emilia se fije en ti, me decía yo a mí mismo, céntrate en el temario, en atender en las clases, en aprobar la estancia y poder irte a Colombia, me decía y me repetía. Y ella pasaba por delante con su bandeja de comida y mis buenas voluntades y la cuchara llena de lentejas se congelaban frente a mi boca. Se iba a Mogadiscio a trabajar a un hospital y yo ya no quería ir a Colombia, quería ir con ella al África subsahariana, al desierto de sus mofletes, a la cueva donde durmiera esta Scheherezade.
Emilia estaba fuera de mi liga. Es difícil convencer con palabras de su atractivo, de la aritmética de sus rasgos, la curvatura de su espalda y la confianza de sus pisadas, mejor que pensar en ella piensen en un chispazo, en la erupción de los volcanes, en un mar bravo, en un fuerte oleaje. Es en la escala de la naturaleza donde se mide su belleza. Tenía opciones, me consolaba yo a mí mismo, si le interesaban la literatura y la risa y empecé a inventar chistes y metáforas cuando nos encontrábamos en los pasillos, en los descansos de clase, en las cervezas del final del día.
Una noche, la quinta noche, le pedí un beso y me besó, a veces es tan simple como eso. Las tres horas siguientes las pasamos bebiendo vino en el bar del hotel. Emilia, sentada sobre mí, se reía tanto que sus ojos chisposos podrían detener un tanque; yo, sentado sobre el mundo, ya había olvidado qué hacía en ese pueblito, cuál era mi nombre.
“Hoy no, aquí no”, me dijo dándome un último mordisco en el labio, y cerró la puerta de su habitación, la 121, tan capicúa como sus nalgas, sus orejas y su acento. Arrastraba la segunda jota de mi nombre hasta convertirla en la siguiente letra, algo así como “juanko”. Y hubiera grabado esa palabra en una caracola para oírla hasta quedarme dormido.
Eran las seis de la mañana y me quedé frente a frente con el amanecer, que se sacudía la noche al otro lado del ventanal. Pronto empezaría el trasiego de profesores y cooperantes. Y yo solo quería quedarme ahí, colgado de ese minuto, del sabor del aperol en mi lengua. Impávido, quieto, temeroso de que cualquier movimiento desencadenaría el olvido, haciendo cálculos de cuántas noches duraría el embrujo. Cuando esa noche nos separamos del grupo con la excusa de un baile, cuando nos ensamblamos las costillas tan apretados que su respiración dormía en mi cuello, en ese instante, en ese beso, firmamos la despedida: el primer beso es la antesala del último.
“Hoy sí, aquí sí” fue el titular de nuestra siguiente semana en Madrid. Y por fin la intimidad, ella dormida, las sábanas por las rodillas, el cuerpo de Venus y una habitación en Carabanchel que le ofrecí como el que entrega las llaves de una ciudad. Al séptimo día nos separamos 13.000 kilómetros: Colombia y Somalia. De las lágrimas en el aeropuerto a los chats interminables. Luego la rutina, el océano Atlántico, que lo divide y olvida todo, y la sensatez de remendar los corazones fueron espaciando la comunicación. Hasta la noche del reencuentro, trece meses después.
La vi cruzar la esquina de Piazza Navona y recordé su nariz aritmética, su acento y la órbita de su abdomen. Un día te harán una fuente, le dije mientras nos abrazábamos, o te esculpirá el Miguel Ángel moderno.
Emilia eclipsaba los tres mil años de arte y arquitectura de la ciudad eterna, sin embargo, esa noche, la muchacha más linda que estos ojos habían osado mirar, no pudo colmar el ideal que había mascullado durante trece meses y tantas noches. Nos sentamos en la terraza de una trattoria y esperé a que el embrujo volviera. Repasé el casete mental que tenía de ella. Aprete el cuerpo, estruje mi cabeza y esperé a que el embrujo volviera. Llegó la cerveza, llegó la pizza, llegó la cuenta, el embrujo no llegó. ¿Dónde estaba Emilia?
Dejo abierta la puerta de 9 a 7, si ven al amor, díganle que pase.
Bravo!
Al parecer, el séptimo día es siempre cuando se acaba la obra. Abrazos.