Vuelves a fumar porque necesitas compañía. Porque tus labios necesitan compañía. Porque es feo despertar por la mañana y no recibir un beso liviano con sabor de ocho en punto. Porque cuando fumas piensas en otra cosa que no son sus cosas, sus tazas de té humeante, sus libros en el suelo, su cepillo eléctrico. Dejas de fumar cuando estás enamorado, vuelves a fumar cuando vas a dejar de estarlo, aunque ayer pensaste que darías todo por dar más de lo que puedes dar.
Fumar provoca infartos, dice la cajetilla azul clarito, y provoca soledades. El fumador es un solitario. Un auspiciador de humos y últimas veces. Fumas por la mañana, antes de desayunar, porque cocinar sin poner dos platos es otra cosa, es alimentarse, es sobrevivir. Cocinabas con ella. Sin ella te alimentas. Es cuestión de fe salir a la calle a seguir con el día. Ahora buscas otras calles, esas son sus calles, no parece adecuado caminarlas sin ella, una infidelidad psicogeográfica que no cometes, porque hay más calles en Madrid, aunque no tengan sus adoquines, sus pasos, su culo redondo debajo de una falda. Ella era una falda, unos ojos con manzana, con miel, y una posibilidad -acaso la última- de no estar simplemente de paso, de arrimarse a la lumbre de una casa con dos ventanas, dos balcones, dos cojines, dos almohadas, dos cabezales del maldito cepillo eléctrico. Esa casa está hecha para dos. Cuánto te aburre ahora tu cepillo manual. El sobreesfuerzo de limpiarte la boca. El sobreesfuerzo de tener una boca y nadie que la agarre con sus labios. Te metes en esa boca un cigarrillo para entretener el día. Eso hacen todos: entretenerse hasta que pase el huracán. Escupes humo. La vida te ha tragado. Y la vida te escupe donde quiere.
Piensas que los muebles de su casa deben de estar tan tristes como tú. Esto sería un párrafo entero, pero no hace falta que lo escribas.
Una cosa es contemplar los nudos, eso haces, cada jueves, con un tipo que es psicólogo y que te llevarías a todos lados para que te mirase con esa mirada de “tranquilo, muchacho, cuéntame cómo pasó lo que pasó”, y en ese contar cómo pasó lo que pasó empiezas a sospechar una explicación, tonta y simple, por lo general. Y descubres que una cosa es contemplar los nudos, conocerlos, y otra desatarlos. A veces parece que no quieres desatarlos. Son tus nudos. Qué haces tú sin tus nudos. Sin tu jaula conocida.
Sin vergüenza no hay poesía. Debo ser, pues, elegido por las musas y los lirios y los endecasílabos. Me arrastro en vergüenzas sin nombre, a las que no pongo nombre, porque si los pusiera me señalarían con los dedos, ustedes y ellas. Y no hace falta más sangre ni más enredo. Porque yo también tengo manos para apuntar, y es posible que cuando yo señale mis vergüenzas ustedes se reconozcan en ellas, y qué malo el día en que se vean reflejados en mí. O que miren a su alrededor y no encuentren lo que ya, después de cinco líneas, me atrevo a nombrar: ¿A quién fue la última persona que le dijiste la verdad? ¿Quién conoce la angustia que te separa los párpados por la noche? ¿Es tu familia un lugar de encuentro? ¿Es tu pareja una decisión o una huida del domingo? ¿Y tu hijo, y tu perro? ¿Es tu trabajo mínimamente valioso para alguien más que tu jefe? ¿Tus amigos te escuchan? ¿Saben, siquiera, que sufres, que a veces sufres? ¿Lo sabes tú? ¿Te das cuenta de que un día descubrirás algunas palabras nuevas que nombren lo que te afanas en esconder? ¿Sabes que ese día te hundirás en un lugar parecido a un pozo? ¿Sabes que todo lo que hablas no dice nada? ¿Que por eso mismo hablas sin parar? Las preguntas son eso, preguntas. Las respuestas son eso, imposibles. Y no por ello se dejan de buscar.
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Desazón de newsletter. La tomo tan reciente (22 minutos publicada) que es también sensación de pan calentito.