Hace unos días me hablaron de una chica que trabaja en una librería de Arganzuela. Debía ser linda y su escritor favorito era Alejandro Zambra. “Deberías ir a conocerla”, me dijeron. Desde entonces imagino formas y siluetas. Si le gusta Zambra tiene que entender cómo suceden las historias, pienso. Y paso las tardes imaginando qué hacer el día en que por fin me acerque a la librería.
Ahora que he terminado Poeta chileno, la novela que encumbró a Zambra, creo que puedo ir con galones a su encuentro. Y pedirle Literatura infantil, el último libro que ha sacado nuestro escritor y celestino favorito, y ser sutil y atrevido y conversar y reírnos, creo que le puedo hacer reír. Y vernos al cierre de la librería y salir a pasear, nada de bares ni cervezas, pasear y ver el río, y cuando esté seguro de que me gusta, le susurraría ese poema que habrá oído cincuenta veces de otros pedantes como yo: “No me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con aliento afrodisíaco o con aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; pero eso sí, y en esto soy irreductible, no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar”. Y de la cara de intenso y de boludo que se me pondría, ella no podría más que largarme un beso en medio de esta ciudad vacía, porque nadie pasea un martes de madrugada. Y cogeríamos el autobús 18 que pasa cada quince minutos y parte las avenidas de Madrid, y lleva hasta mi casa, y dormiríamos exhaustos después de comernos todos los lunares del muslo.
Todavía en el desayuno querríamos hablar cinco minutos más, desnudos y ajenos a las sequías y los terremotos que asolan el mundo. Ella es el mayor desastre natural, pensaría yo embadurnando la tostada y esperando el pitido del microondas. Y en los dos segundos que ella cierra los ojos y prueba el café se ralentiza todo, y son dos segundos en los que veo una belleza sin mesura, consciente y desordenada, con el pelo agitado, mayo en los mofletes, labios de pan caliente y demás chaladuras que diría un tipo que se está enamorando. Sí, eso sucedería, me volvería a enamorar con el primer zumo de naranja. Se iría en el autobús 18, que sí que lleva a su librería, y el mundo giraría esa mañana, y yo con él, por fin participe de algo.
Y seguiríamos viéndonos en un romance de película de Jonás Trueba por las calles de Madrid, en teatros y cafés, contándonos los retales de nuestras vidas y creyendo que septiembre no tendrá final. Hasta que un día, un maldito día, le diría aquello de “quiero estar contigo, es tan simple y tan complicado como eso”. Y lo que empezó con un poema de Benedetti acabaría con una frase de Bukowski y ya no sé si el que habla soy yo o un imbécil con afán de enciclopedia, y todo se complicaría aquella tarde. Y en la página siguiente, como en las historias de Zambra, ella ya no estaría, esfumada. Y la incertidumbre volvería al esternón y también volvería la sensación de navío vagabundo. Se marcharían, con ella, y sin mirar atrás, el olor a menta y la lluvia, los endecasílabos y el amanecer de plata.
Y tendría que confesar que ni he leído mucho a Zambra, ni tengo lunares en los muslos, ni tengo casa ni poemarios, que lo único que es verdad es que el autobús 18, que va de mi calle a su librería, sigue pasando cada quince minutos hasta bien entrada la noche. Y que ahora el viento de otoño se ha metido debajo de mi cama. Y que nunca entré a aquella librería. Quizá, pienso, sea mejor así.
Ay, ay, ay, ¿has leído el relato "Invivencias", de Aramburu? En algún momento, mientras leía esta entrada, he pensado en él. Creo que te gustaría. Abrazos, Sofía
Pues entra hombre. Tus entregados lectores nos quedaríamos a la puerta; para no molestar y desearte suerte. Abrazos.