La noche que llegué a aquel aeropuerto era una noche cualquiera. Un avión estrecho, el más estrecho que nunca había tomado, aterrizaba en Bangor, capital de Maine (EE.UU.). Cuando las ruedas tocaron el suelo respiré tranquilo. Un hombre de más de 150 kilos me mantuvo en alerta todo el trayecto. Su desparramante volumen hacía pensar que el avión podía desequilibrarse en cualquier momento.
Cuando abrieron la puerta del avión sentí frío. Un frío desconcertante, un frío nuevo. Aterricé en Bangor pasadas las 10pm de alguna noche de finales de agosto de 2010. Volaba desde Madrid, con escala en Filadelfia, y aunque habría una diferencia de temperatura entre las noches de verano madrileñas y las de esta capital de estado, los 10 o 15 grados que me recibían no eran los culpables de mi frío. El frío era el idioma, los kilómetros, lo desconocido, los meses hasta volver. Con 19 años aún no había visto la película Hacia rutas salvajes (que hubiera motivado mucho mi aventura), ni leído Walden (ni leído nada), por lo que no encontraba el exotismo en aquel estado salvaje, frío y alejado de lo lejano.
Caminando hacia la terminal, 300 o 400 metros, oscuridad y silencio. Había algunas luces, había algunos ruidos, pero dentro de mí solo oscuridad y silencio. La nieve, que fue también inseparable compañera durante mi estancia, aún no se mostraba en forma de copos, pero estoy seguro de que el frío de mi interior era eso: dentro de mí ya nevaba; pisar Maine me congeló (sigo diciendo, medio en broma medio en serio, que desde que viví en Maine se me calaron los huesos y padezco un frío primigenio).
Las primeras semanas pasaron lentas, el clima era agradable y los yankees, efectivamente, son terribles jugadores de pelota: disfruté mucho las mañanas soleadas de fútbol y gracias a mi relativa habilidad con el balón y a pesar de mi nefasto nivel de inglés fue fácil integrarme en un instituto marcado por castas: yo pertenecía a la casta deportiva, la más privilegiada. Con los años he descubierto tener muchos otros privilegios, pero no va de eso hoy.
Antes de lo pensado llegó el frío. Los inviernos en Maine no esperan al 21 de diciembre para saludar y, por supuesto, no se despiden el 21 de marzo. Cuando el frío, la nieve y la oscuridad empezaron a hacer imposible la práctica del soccer, el foco de atención en el instituto se volcó a las pistas cerradas: ahora los jugadores de baloncesto eran las estrellas más brillantes.
Recluido en mi habitación, sin balones que patear, sin ordenador ni entretenimientos, y después de haberme aburrido de infinitas formas posibles, decidí abrir un libro que encontré en mi maleta, uno que estaba tan solo y aburrido como yo; no sé quién lo puso allí, pero allí estaba, y empecé a leer:
El libro hablaba de un hombre que había sido encarcelado. Su celda era una habitación vacía, blanca y sin ventanas; su castigo pasar allí muchos años, muchos. Su desesperación era infinita y su incipiente locura lo más cabal. Días en blanco, noches en blanco. Nada alteraba el lento transcurrir de su existencia. Echaba de menos un compañero de celda, una ventana, un golpe en los barrotes del guardia de turno, un insulto, un grito, una pluma y un papel, una revista, una foto, aunque fuese una mancha en la pared.
En una de las salidas al baño –una al día y encapuchado-, en un despiste de sus vigilantes, se hizo con un libro. Lo escondió entre sus ropas y consiguió meterlo en su particular habitación. Su ilusión era mayúscula, un libro sería la compañía perfecta. Decía el ciego argentino: De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio extensión de la vista; el teléfono de la voz; el arado o la espada del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es la extensión de la memoria y de la imaginación.
Con los ojos cerrados y las pupilas dilatadas fantaseó posibles autores: Montaigne, Cervantes, Dumas... Abrió los ojos y leyó el título: “Manual de ajedrez: todos los movimientos del combate sobre tablero”. Dejó caer el libro y se llevó las manos a la cara. Maldijo el ajedrez y maldijo a su desconocido creador. Maldijo a los rusos y su pasión por él. Maldijo su pésima suerte y maldijo el nulo gusto literario de sus captores. Lloró durante horas hasta quedarse dormido.
Varias salidas al baño después -era la única forma que tenía de medir el tiempo- recogió el libro del suelo, se sentó en una esquina, abrió una página aleatoria y empezó a leer: “Doble ataque directo, doble ataque por descubierta, jaque doble, jugada intermedia…”. Un año, un mes y 22 días después escapó, y su vida había cambiado doblemente: era un hombre libre y era el mejor ajedrecista del planeta.
Mis meses en Maine no fueron un cautiverio, no tan estricto o, al menos, no tan evidente: quien nos tuvo encerrados fue el invierno -mi primer invierno-, sus 20 grados bajo cero, sus muros de nieve de varios metros, sus noches tempranas. Allí empecé a leer, a tocar la guitarra, a hacer deporte. A diferencia de los pulpos, que dicen que no se reproducen en cautividad, quizá algunos humanos necesitemos ciertas dosis de aislamiento.
Lo conozco, es posible? He leído algo similar!
Por qué volvemos a Maine?
Quizás para ilustrarnos dónde, cómo y cuándo se gestó en ti la pasión por lo desconocido!!
Un barazo Obama!!
Cada día mejor. Vuela alto, amigo. Abrazos.