El ruido (y el calor) desbocado
Desde la habitación, desde la cama, se escucha la ciudad: Colombia es ruidosa. Ahí fuera hay una pelea de perros: un ladrido, dos, tres, quizá haya cuatro perros: un mordisco, un gemido, dos, tres; la rabia explota; ya se separan, el silencio se asoma, tímido. Apenas dura. Los vecinos charlan, charlan alto. Su conversación, su risa, sus llamadas, sus timbres, sus movimientos trepan hasta aquí. No todos los huecos de la casa tienen ventanas, y donde las hay podría no haberlas: están abiertas sin remedio, la casa intenta respirar. El techo es de chapa y la chapa, sabrán, es uno de los más sofisticados instrumentos de percusión; al son del viento o de la lluvia se transforma en baterista, de momento solo acompaña, en un lento cuatro por cuatro, al resto de elementos sonoros. Los pájaros trinan (están que trinan, más bien), trinan fuerte, como si quisieran avisar de algo. Las motos son extensión del cuerpo y marcan el ritmo de esta orquesta delirante (si oyes un motor a tus espaldas ten por seguro que es una moto. Así como: si oyes cabalgar son caballos, no cebras): una bulería de acelerones, frenazos, petardazos, cláxones. Es imposible dormir. La ducha fría. Vamos a la calle. Cuánto ruido puede tolerar una calle.
Por diez, por cien, por mil. El ballenato, la salsa y el reggaetón de los comercios colman las veredas. No importa si venden zapatillas, dentífrico o papel, la música no se negocia: a más alta más clientes, parecen creer. Dentro es, casi, insoportable. “Señor, qué se lleva”, “a la orden, caballero”, los comerciantes comercian. “No se ponga al sol o terminará como yo”, grita un negro que vende paraguas parasol. “Por allá, pero cuidado no le vayan a meter los dedos en la boca”, dice la señora de la tienda cuando pregunto dónde comprar unas chanclas: “le van a querer cobrar más”, explica a mi cara de sorpresa. Cruzar una calle supone esquivar veinte motos con, potencialmente, 60 personas encima, entre ellas perros, y sacos de papas, y un par de bebés, y pocos cascos.
El bullicio continúa y, al caer la noche, la plaza del centro reúne grupos de amigos, parches que dicen aquí. La música de cantina, la de tomar, la de despecho suena fuerte, fortísima desde varios locales: “Hoy me quiero emborrachar de dolor y sentimiento. Cantinero, hágame un grande favor y me trae más licor, quiero ahogar este tormento”, dice la de más acá. “Qué triste me quedé al ver la cama vacía”, dice la de más allá. Y otra: “estoy adolorido y un poco confundido. La que quiero que me quiera, no me quiere como quiero”. Si el licor no consigue hacer olvidar esos desamores, lo hará el volumen de la música. Dentro de los locales es imposible hablar, tan siquiera escuchar tus pensamientos. Las botellas de cerveza vacías se acumulan en las mesas, el mesero no las recoge, como si fueran los trofeos de los clientes, tan despechados como alcoholizados.
El ruido de la noche, con los primeros rayos de la mañana, da el relevo a los ruidos del día: las gallinas, los vecinos, los desayunos, los comercios, las motos, siempre las motos. El ciclo del ruido tropical se cierra y se renueva.
Si pudiéramos convertir en algún tipo de energía este ruido.
Foto: @carmenn_dur