Salgo con la bicicleta y la lluvia me acompaña, es ligera, como escupitajo de camello, dicen por aquí. Esquivo los charcos, algunos los piso. La ciudad repiquetea. Cruzo un parque y la lluvia se intensifica. Bajo los árboles se guarecen los ciclistas y peatones, aquí y allá grupos recién formados por chubasqueros de colores esperan alrededor de los troncos; el tránsito se detiene. El cielo se rompe y se vacía. Nubes. Oscuridad. Mucha agua. La lluvia contra el suelo hace de piano, el viento de viento, los sauces de violín: la orquesta es solemne. La ciudad escucha en silencio.
Los tejados que rodean el parque, como en buena parte de la ciudad, son muy inclinados; si cae nieve o agua o hielo o lo que sea resbala, se va. Así son, dicen, y empiezo a creer, los neerlandeses. Nosotros, los muchos migrantes, quiero creer que somos, más bien, como tejados del sur, con azotea, lo que caiga encima: agua, nieve, un balón, un beso, una zapatilla se queda, un tiempo, en nuestro tejado.
La lluvia pierde vigor y el tránsito se reestablece. Cada chubasquero llega a su trabajo, estudio, compromiso. El día, por llamarlo día, transcurre gris, oscuro, letárgico.
Son las 7pm y salgo del supermercado; de nuevo, llueve. Llueve con la legitimidad que otorga el otoño. Dónde estarán los vagabundos que piden monedas en la plaza. Dónde escapan esos últimos y sus bicicletas. Todo se queda vacío. No hay nada que mirar en la calle. Solo las farolas y los riders resisten la llegada del agua. Las gotas se suicidan desde mi capucha. Llego a casa y me quito los zapatos. Preparo la cena. La lluvia para.
Me siento a leer en el salón, junto a la galería. A las pocas páginas me despisto. La primera gota no la escucho, estoy seguro que tampoco la segunda, ahora sí, decenas de gotas golpean el tejado de chapa de la galería. A los pocos segundos el ruido es tropical, absoluto.
Me duermo pensando en la lluvia, oyendo la lluvia.
¿Cuándo cae la última gota de un aguacero?
¿Cuándo caerá la última gota?
Que siga lloviendo.
Muy bueno, como siempre.