La escena es, podría ser, la siguiente: sábado por la tarde, un tren llega de Marsella a un pueblito río arriba, cerca de las montañas que dividen. El pueblito no tiene estación, el tren para, ahí, donde está la señal que lo nombra. Bajo yo y bajan dos más, dos señores, casi viejos. El cielo enyesado de nubes y la atmósfera acuosa: gotas mínimas, caen suaves. Sopla el viento, sopla el silencio de los pueblitos sin estación. El tren se aleja. Camino el andén. Cruzo las vías. Me subo la cremallera, hasta el cuello. Al lado de la verja del aparcamiento, una chica, joven, linda, con el pelo a lo garçón, dirían, y mojado de una ducha reciente. La miro con un ojo: a quién esperará en medio de tanta nada. Sigo, busco a la directora de la oficina de turismo de la región, que debería estar esperándome, dónde se habrá metido, por qué trabajo un sábado, por qué vengo al culo de Francia a escribir de algo que no me importa un carajo, y demás preguntas que me hago con frecuencia. Hola, dice la chica cuando paso a su lado, soy Emily. Después de un pequeño cortocircuito le saludo. Mucho gusto, perdona, no pensé que fueras tú. Qué estupidez decirle eso, casi como decirle: pensé que la directora sería una vieja canosa y oronda, y aunque tú tienes algunas canas, eres joven y linda y tus piernas son espinosas. Entonces, sí, tenía algunas canas y parecía simpática, además de joven y linda y espinosa. Yo, convenientemente para la trama, andaba leyendo un libro en el que se da un romance entre el ajedrecista que va a hacer una exhibición a un pueblito remoto y la persona de la municipalidad encargada de acompañarle esos días. Leer puede ser perjudicial. Y escribir: porque puedes acercarte a alguien desde lejos. Se mete en mi cabeza la idea: el ajedrecista, el romance. ¿Prefieres caminar o ir en coche?, me pregunta con un acento suave.
Caminamos hacia la oficina de turismo. El pueblo vacío y una lluvia que se evapora antes de llegar a nuestra altura. Me explica las festividades de la región, los atractivos turísticos, los retos, me explica, y yo atiendo, diligente, porque es mi trabajo. Tomo alguna nota. Tampoco a ella parece interesarle mucho. Cada poco le cambió de tema, lo muevo, más bien, y mis preguntas son sobre el pueblo, pero son sobre ella en el pueblo: cómo es la vida en una aldea, cuánto llevas aquí. Me interesa más ella, tanto más. Y me sonríe y contesta y habla de sí misma, pero un poco, luego vuelve al asunto, al que nos convoca, la promoción turística del pueblo. Yo asumo, otorgo, y me río cuando ella se ríe, y se ríe más cada poco, y reímos como si negociásemos algo, un rescate, un botín, sus piernas espinosas. Llegamos a la oficina, una casona de pueblo, y está vacía, nadie trabaja un sábado. Prende las luces y me ofrece café, nos quitamos los abrigos, las chaquetas largas, y me prometo no mirar: sus piernas, sus medias. Sé que está mal. Estamos trabajando. Igual lo hago. Le miro, ella me coqueteaba, o eso creo, se ríe, mucho, bastante, un poquito, no sé, se ríe, eso seguro, pero no sé interpretar sus sonrisas. Si son simple educación laboral, si son genuina sorpresa, si son recíprocas de las mías, capciosas como las mías.
Pasamos a ver la exposición de artesanos locales, en uno de los cuartos de atrás. Y al cruzar la puerta, que ella sujeta para mí, nos chocamos, nuestras caderas se chocan, nos tropezamos tan torpes que nos ensamblamos en un abrazo imprevisto, mis manos en su cintura, las suyas en mi espalda, como una consecuencia natural nos besamos, para no caernos, nos besamos y nos sujetamos con los labios, le agarro el culo para mantenernos erguidos y se empuja contra mí. A salvo de la caída nos despojamos de las capas, mejor dicho, nos las arrancamos, como si no hiciera seis grados ahí fuera, como si quisiéramos hacerlo desde que nos vimos junto a las vías. Me desnuda. Me arrincona contra la puerta, se abre los botones de la camisa, no lleva sostén, le pellizco un pezón, fuerte, se revuelve y pone ojos de nada, eso, nada, porque nada de esto sucedió, solo tomamos café y vimos la exposición y yo anduve tentado de pedirle un beso. Con qué estúpida excusa iba a hacerlo.
Salimos a comer. A un bar pequeño, de madera, calentito. Ella comía despacio, lo justo, yo no, yo desmesura, y ella hablaba de ecología, ecosocialismo, ecotodo, y yo quería saber, y su vida en el campo, y las abejas, y las lecturas, y ella me preguntaba y le hablaba de mis viajes y lejanías, y procuraba contar las mejores historias, las más bravías, las que me dejasen mejor parado, y se notaba, quizá, y yo me reía, de mí, a quién le importan los viajes y el mundo ahí fuera, dije, todo cabe en un pueblito, todo lo que vi es lo mismo: selvas, pampas, montañas, alegría, dolor, llanto: es lo mismo en cualquier sitio. Hacerme el interesante se me da rematadamente mal. Pero ella parece que disfruta, de los vericuetos, de las tres anécdotas buenas, y me mira con ganas de algo, de qué, no sé, yo también la miro con ganas. Tomamos café, más café, en el bar no queda mucha gente. No tiene novio, por fin apago mi duda, me cuenta que por eso se mudó a este pueblo, que antes vivía en otro, con él. Es definitivo: me gusta. Graciosa, inteligente, irónica, piernas espinosas. Me gustan las mujeres con canas, por primera vez. Pagamos y salimos. Paga ella, la municipalidad, y salimos. Pienso en el ajedrez, en el romance.
Ahora el cielo es azul, azul de verso alejandrino, de gónadas en flor, de las ganas que tengo de gustarle, de que me diga que me quede. No lo va a hacer. Vuelve todo el rato a su rol de directora de la oficina de turismo. Subimos a su coche, es raro, estamos más cerca que en todo el día, su mano derecha casi en mi rodilla, cambia la marcha. Me lleva a la estación del pueblito de al lado, en este ya no hay trenes de vuelta a Marsella. Me ha encantado el pueblo, tengo que volver, le digo, y me invento un motivo: el festival de septiembre, el de los artesanos del cuero, o el de octubre, el de la palabra, que existe, sí, ella lo organiza, cuando llega el otoño celebran la palabra, porque se acaba la piel, supongo. Le propongo que hagamos una performance para el festival de la palabra, que es en francés, claro: una charla en castellano o en un idioma que me invente, y ver las reacciones, ver cuánto aguanta el publico la confusión, yo casi nunca entiendo las charlas a las que asisto, le digo, bien podrían ser en otro idioma. Y ahí sí, se ríe de verdad, lo confiesa todo en esa carcajada, se tuvo que cubrir la boca con la mano. Se la puso al revés, la mano, por el dorso, sobre su boca, que no he dejado de mirar desde que subimos al auto. Podría decir que por fin nos atrevimos, pero no, solo intercambiamos números y un abrazo, y un beso en el moflete. Eso fue todo, un maravilloso beso en el moflete y me subí al tren. Hablamos por WhatsApp toda esa tarde, esa noche. Ahora que no podíamos vernos sabíamos, los dos, lo que también sabíamos antes. Al día siguiente me fui de Marsella. Ven a verme a España, le dije desde el aeropuerto. Si voy, no dudaré en escribirte, contestó. Y me subí al avión, desconecté el móvil, leí unas páginas, dormí un rato, y me olvidé de ella, hasta hoy.
Muy guapo en la foto, Amiguiño
La saludaste de mala manera, Amiguiño Juanjo. ¡Ah! ¡Y por cierto los que tenemos años somos MAYORES. Viejos son los trapos! ¿Comprendes?! "Comprepan"?!