“¿Quién de ustedes quiere morir cortando madera?”, dice Otoniel a los compañeros congregados alrededor de un galón de viche. En un círculo de sillas de plástico, en una habitación con poca luz, lo que más ilumina es la ilusión de los corteros: está naciendo una cooperativa de cortadores de madera, una cooperativa que permitirá legalizar las ventas y conseguir mejores precios, también permitirá, quizá, que en algún momento puedan dejar las motosierras: “yo no quiero que mis hijos corten madera”, continúa Otoniel mientras un compañero reparte, uno por uno, la bebida fermentada de caña que les ayuda a resistir en una región cien años olvidada.
A cinco horas en lancha de Buenaventura, en el pacífico colombiano, en la vereda de San José, la comunidad afrodescendiente del río Yurumanguí ha pasado toda la mañana reunida en asamblea. Los corteros de la región han decidido qué zonas van a entrar al plan de conservación de áreas naturales; en qué zonas se va a prohibir cortar madera, en qué otras se van a hacer cortes selectivos según árboles: “si el caimito”, árbol típico de la zona, “sirve de alimento para la guatua”, roedor grande que habita la selva, “no debemos tumbar los caimitos. Tampoco debemos matar a las hembras de guatua embarazadas, algunos ya saben cómo diferenciar, viendo los ojos de las guatuas por la noche, cuáles están embarazadas. No las matemos, de ello depende nuestro sustento”, dice Graciano Caicedo, líder social del consejo comunitario del río Yurumanguí. En la asamblea también se han dado pasos para la conformación de la cooperativa, COFORY (cooperativa forestal río Yurumanguí) ya tiene logo, registro mercantil y un montón de manos prestas -y callosas- para ponerla en funcionamiento.
Los corteros tienen cuerpos fuertes, su trabajo lo requiere. A algunos les falta un ojo, otros solo tienen una oreja. Se ven brazos que no llegan más allá del codo y piernas que acaban en la rodilla. Los corteros no están completos. Les faltan, también, padres, hermanos, hijos: los grupos armados que operan en la zona matan y reclutan; se llevan a líderes y jóvenes. Mutilados, por dentro y por fuera, los corteros se sobreponen: otean la selva con un ojo, escuchan los cantos con un oído, comparten los días con muchas ausencias.
El río Yurumanguí es central en la organización del territorio. Las mareas marcan el ritmo de la comunidad: si está baja, por ejemplo, no hay transporte. El río es fuente de peces, de oro, de vida, de riqueza. La selva, la madera, proporciona el resto: las casas, instrumentos, muelles, escaleras son parte de la selva, modificada; la selva es refugio, doblemente.
En el círculo vichero que se ha formado después de la asamblea oficial se sigue hablando de los mismos temas, ahora algo ebrios. (Recuerda a esa forma tan inteligente que tenían los romanos de tratar los asuntos políticos: primero se reunían a discutir del tema en cuestión embriagados de vino y cuando todas las verdades más ocultas, remotas y difícilmente confesables habían encontrado cauce y palabras, convocaban una reunión para el día siguiente, cuando serenos, y quizá algo resacosos, se sentaban a discutir el mismo tema, ya conociendo en profundidad las posiciones del resto).
“Si puede haber una mejoría, por qué no puede haber una peoría”, dice Graciano y las risas del resto lo acompañan. Reivindican sus palabras, sus tradiciones: en el mentidero, cabaña abierta de madera junto al río, se lleva a cabo la juntanza. La juntanza es un momento de unión, de conversación, de compartir y de buscar soluciones conjuntas a problemas individuales y colectivos. En la juntanza se puede tomar viche, o no, pero siempre, siempre se ríe. La risa es un mecanismo de resistencia, y aquí la dominan.
Después de una jornada larga de trabajo toca sumergirse en el río. Llevamos dos días aquí y ya me siento parte de la comunidad, del río. Un muchacho me guía por corrientes, meandros y guijarros. Tiene un cuerpo áureo, griego, proporcionado, escultural (la envidia de cualquier gimnasio en la ciudad): ¿qué deporte haces para estar tan fuerte?, le pregunto: “cargar saco”, contesta alzando los hombros.
Llega la noche, nuestra última noche aquí, y el río parece otro; baja bravo, cargado, oscuro; el río es otro, diría, sin dudar, Heráclito.
Empieza a clarear la selva, amanece, el sol desbroza la oscuridad. La lancha sale tarde, a su hora. Muchas manos nos despiden desde la orilla. Bajamos el río Yurumanguí, hacia el pacífico, con la alegre nostalgia del que siempre se va. Bajamos el río cantando: “yo quiero mi viche”, pausa, “mi viche”, pausa, “mi viche”, pausa, “de Yurumanguí”.
Wow Juanjo qué hermoso reportaje!
Admirable tu sensibilidad al captar con tanta presteza la esencia más profunda de nuestra gente!
Sabes que eres uno más de los nuestros!
Saludos desde Yurumanguí!
Estupendo reportaje, Juanjo. Me gusta mucho el equilibrio que consigues entre lo puramente informativo y la visión personal.