Aunque por las tardes abandone la lectura, aunque algunas noches me vaya de tu casa sin darte un beso, eso no significa que tenga suficiente, no, significa, en todo caso, que no puedo recibir tanto como me gustaría, que no sé hacerlo, y me devuelvo los pasos y me alejo de los libros, por las tardes, y algunas noches de ti. Miro las estanterías, los lomos, los títulos, agarro y hojeo, compruebo el peso de 340 páginas, compruebo el peso de tu cuerpo sobre el mío, y te agarro y hojeo, y miro tu título, tu lomo, tu forma de estantería: recipiente y acogedora. Es hora de probar, quizá, a juntaros a los dos, a leerte a ti, a cogerme el libro.
Las últimas páginas de una buena historia se parecen al vergel que divide tus piernas. Un desenlace de cuevas húmedas, de cierres categóricos y flexibles, de contracciones encima de mi pecho, donde sujeto el libro cuando leo, donde te sujetas tú cuando me subrayas con la cadera mi anatómica contradicción de quererte entera y con insuficiencia, de ser librero y forastero del amor, que no alcanza, que es un agujero dentro del agujero de lo que puedo saber.
Puedo saber que Truman Capote usaba sombrero y quería que muriesen sus asesinos. Puedo saber que en Comala se escondía un padre. Puedo saber que las ballenas y las obsesiones, si las persigues, llegarán a volverte loco. Puedo saber que un náufrago sobrevivió diez días a la deriva en una balsa sin nada que comer, tan siquiera una cucharada de esperanza. Puedo saber, incluso, que en el propio crimen está el castigo. Pero no puedo, por más que leo y beso tus labios, saber cuánto te quiero, ni por qué, ni si lo seguiré haciendo, y estas preguntas mismas me agarran el estómago, porque allí deben vivir las dudas, y me evidencian que tú también las tendrás, y eso es lo que no quiero, no quiero que no sepas cuánto me quieres, ni por qué, ni si lo seguirás haciendo y no quiero que tu estómago haga malabares y se retuerza como hace el mío los martes, los miércoles y todos los días que no son domingo.
Entonces vuelvo a las páginas, “porque no hay tristeza que una hora de lectura no haya conseguido disipar”, y porque todavía no sé las innumerables formas de ser infelices que tienen las familias infelices, ni lo que dejó dicho Zaratustra, ni si la gente sombría ansía el sol, ni dónde buscó la gloria Alonso Quijano, ni cómo es posible que haya una montaña mágica en los Alpes suizos. Y cuánto más leo más despistado estoy, más sedimenta mi ignorancia, más rapiñan mis dudas, y cuánto más te amo más palabras me faltan para decírtelo, para decírmelo.
Supongo que hay otras formas de tener certezas: no están en los libros ni en tus pies encantadoramente fríos debajo de la manta. Lo único que puedo hacer, sospecho, es seguir leyendo, seguir amando. En gerundio, sí, de la misma manera que hace uno para no caerse de la bici.
Precioso,Juanjo
O sea que sí, que lo tuyo, Juanjo, son los viajes interminables. La vida misma, oye.