Son las tres de la tarde y el sol, inesperadamente, brilla alegre. Cerca del ayuntamiento de Groninga, en una plaza rectangular y empedrada, un banco reposa en medio del ajetreo de la ciudad. En el banco, con los ojos cerrados y la cabeza alzada, un señor respira tranquilo. Hola, hola, nos decimos cuando me siento.
Empiezo a comer un sándwich y el señor me dice algo en neerlandés. Lo dice haciendo un gesto sobre su barriga; asumo que me desea una buena comida. Le agradezco y sonreímos. Qué bien está usted aquí, le digo en inglés, pocos bancos con sol hay en este país. Se ríe y me río.
El señor tiene el pelo blanco, los ojos muy azules y la piel arrugada. También tiene la cara un poco morena. Lleva una chaqueta negra y unos pantalones vaqueros. El motivo de su moreno no es este privilegiado banco, sino las vacaciones que ha pasado en Grecia, ha estado allí con su hija. Hablamos de viajes. Me cuenta los suyos: Curazao, Surinam, Sudáfrica, Marruecos.
A diferencia de muchas de las personas que conozco, que cuando termina la conversación sé cómo han acontecido sus últimos años de vida y ellos tan siquiera saben si acabo de aterrizar o me mudo mañana, el señor se interesa por mí de vuelta y me pregunta qué viajes he hecho, de dónde soy, qué hago en Groninga.
Hablamos, hablamos, hablamos. Y el sol sigue calentando. Tiene 83 años, era profesor de instituto y su abuela vivía en aquella casa estrecha que se ve en la esquina. Cuando era niño los nazis destruyeron la ciudad; recuerda los panzer alemanes rodeando Groninga. Todo estaba en ruinas, tardamos muchos años en reconstruirlo todo, me dice mirando a su alrededor.
El edificio bonito y antiguo que preside la plaza, con sus hermosas columnas y una torre de iglesia asomando por detrás, era el edificio de correos, ahora es un supermercado. La hermosa plaza empedrada era un canal y al lado pasaban las vías del tren. Todo cambia tan rápido, me dice, y una nube tapa el sol durante unos largos y fríos segundos.
¿Cómo es la vida con 83 años?, le pregunto, no sé muy bien esperando qué respuesta. Lo peor es estar solo, pero ya estoy más tranquilo, me dice pensativo. Su mujer murió hace dos años, tuvo alzhéimer los últimos doce años de vida.
Te voy a contar algo, me dice incorporándose en el banco, el día siguiente de que mi esposa muriera, una mariposa negra -él utiliza la hermosa palabra francesa papillon, no butterfly- vino y revoloteó sobre mi cabeza; estuvo sobre mí un rato largo y se fue. Volvió un día después, continúa contándome con los ojos bien abiertos, volvió y murió delante de mí, en el jardín. Yo sé que el papillon era el alma de mi mujer y que venía a despedirse: a explicarme que ya estaba descansando, me dice mientras se apoya de nuevo en el banco. Guardé el papillon entre dos plásticos y le metí entre las páginas de su libro favorito.
Mientras me contaba esta historia, una señora se ha sentado en nuestro banco y nos mira con curiosidad.
En dos semanas iré a Ámsterdam a visitar a mi hija, me dice el señor cuando nos despedimos. Le digo que podríamos tomar una cerveza cuando esté allí, que apunte mi teléfono. Eso sería genial, me dice mientras busca su móvil.
La señora que comparte nuestro banco se ríe sorprendida. Me giro hacia ella y le digo que soy nuevo en el país, que quiero hacer amigos.
“You are doing it very well”, me dice sonriente.
¡Muy bonito! La historia de la mariposa me ha recordado mucho a una reflexión que leí hace tiempo sobre los símbolos del más allá. La escribe Nick Cave (artistazo) en un diario que publica todos los meses (súper interesante), reflexionando sobre la muerte de su hijo adolescente. Te dejo aquí el link por si te crea curiosidad: https://www.theredhandfiles.com/do-you-believe-in-signs/
Bonita plaza de Groninga, al lado del Grote Markt. Me has devuelto recuerdos de paseos en bici por aquella ciudad. Sigue contándonos 😃!!