(Hace un año escribí esta historia. El veranillo ha vuelto, hoy, ahora, por eso la vuelvo a compartir. Abajo hay otra historia, para los que ya leyeron esta el año pasado)
Anoche tuve que abrir la ventana, vuelve el calor a Madrid. El veranillo de final de septiembre me despierta con una espalda junto a mi espalda. Son las siete y media y ya me ha dado tres besos, se ha reído de mis pelos y dice que el café está listo. No sé cómo lo hace, pero siempre se levanta antes que yo. Y siempre reparte besos, risas y café. Nunca creo que el día pueda mejorar después de despertarme con ella.
Recojo el desayuno porque Rosario se dispara a su despacho en la universidad. Rosario es doctora en estudios lingüísticos, literarios y culturales y yo también me pregunto qué le interesó de mí. Aún no entiendo que no saliese huyendo con mi desorden de ideas, ni al verme vestido con ropastros de poeta maldito. Mi armario y mi cabeza son fanáticos del desorden. Algún día vestiré y pensaré bien, me digo.
Cuando Rosario se va temprano, de lunes a jueves, yo me quedo trabajando en casa toda la mañana. Hoy abrí el ordenador con esa voluntad que tienen los mares, que horadan cualquier circunstancia, y tecleé algunas respuestas pendientes. El tercer mensaje era del editor que más me publica, decía: “Tú artículo está petándolo. Enhorabuena”. Mi vanidad y mi cuenta de Instagram, que son lo mismo, se inflaban.
Algunos periodistas que admiro habían leído el artículo y me decían dos o tres frases generosas. Solo eran las diez de la mañana y mi pecho ya no cabía en mi pecho. Pasé las siguientes horas alejado de las redes y enfangado en unos textos que tenía que entregar. Textos de poco carisma y disfrute, pero que sumaban a las facturas. Comí un plato de pasta, deliciosa y repetitiva, y me di una ducha de varios minutos. Como si el agua proviniese de la laguna Estigia, salí de casa con la fuerza de un héroe en la guerra de Troya.
Algunas tardes, como las tardes de los miércoles, trabajo en un bar. Los artículos que me gusta escribir y los textos que no tanto, no pagan el alquiler completo. El bar complementa la precariedad. En este capitalismo tardío, se puede ser precario o alienado, me decían este verano. Y por mucho que me gustaría alienarme, soy incapaz. La tarde fue tranquila, los clientes de siempre, las cervezas de siempre y los cacahuetes de siempre.
La buena noticia del editor mantenía mi alegría adolescente, como si me acabaran de dar un primer beso y un primer te quiero entre arbustos. Cada poco rato miraba el móvil, el artículo no paraba de crecer y los mensajes se acumulaban. Felicitaciones, encomios, piropos. La tarde fue un pestañeo y salí al encuentro de Rosario.
Todos los miércoles quedamos en el restaurante chileno de Carabanchel para comer chorrillana y empanadas. Nos recuerda a los días en Valparaíso cuando, hace siete años, nos conocimos en una calle empinada donde por las noches se juntan las guitarras y los versos. Aquella madrugada ella recitaba un poema de Nicanor Parra a un grupo de pintores, vagabundos y cantautoras, y yo, sentado en el suelo, apretaba los ojos para no olvidarme de su voz ni de la cadencia con que se colocaba el pelo detrás de la oreja. Desde esa noche me metí entre sus piernas, y prometí al océano Pacífico ser digno amante de una poeta así.
Resulta que nos enamoramos, y que seguimos viajando y buscando vidas posibles por el continente, a veces juntos, a veces revueltos, a veces distantes. Pero siempre, allá donde estuviésemos, los miércoles hablábamos y hacíamos balance. El miércoles todavía puedes corregir tu semana, tomar decisiones si es necesario, seguir igual si no. Rosario, un miércoles detrás de otro, me hizo creer que podía ser feliz. Esa palabra que había detestado desde que leí a algún idiota con bigote frondoso que la detestaba.
La costumbre de los miércoles no cambió y desde hace dos años, cuando nos fuimos a vivir juntos a Madrid, mantenemos la comunicación de mitad de semana. No hay miércoles que no nos juntemos en el chileno del barrio a poner al día los planes, las frustraciones y a bebernos alguna pesadilla. Siempre salimos con los pulmones llenos de certezas para darle otra vuelta a la semana.
Cuando bajaba del metro, a pocos pasos de besar a Rosario y de contarle mis bulerías, me llegó un mail que me ofrecía el trabajo que había esperado media vida. Viajar y escribir. “Está bien pagado”, aseguraba el remitente. Desde la cristalera del bar chileno, veía a Rosario. Inclinada sobre su cuaderno y su piscola garabateaba y se escondía el cabello detrás de la oreja como nunca ha dejado de hacer, y yo pensaba que podría vivir doscientos años con ella.
Mientras la miraba desde el otro lado del cristal, ensayaba formas de contarle que me habían ofrecido un buen trabajo, que no quería irme, que no quería dejarla, que no sabría pronunciar septiembre ni marzo sin ella; que tendría que irme, que estaría mucho tiempo fuera, que volvería una o dos veces al año.
Entré al bar sin saber que hoy Rosario también había recibido una buena noticia. Le acababan de dar un puesto fijo en la universidad y no aguantaba las ganas de contarme que por fin íbamos a poder comprar pescado y frutas sin mirar el precio, y que podríamos prender la calefacción en invierno. Pescado, frutas y calefacción, que son sinónimo de longevidad y de vida en familia. Casi podía leerle el nombre de nuestro hijo en los labios. Pero los labios dejaron de moverse. En la primera mirada, apenas me sentaba en la silla, sus ojos, mis ojos, sustituyeron toda la conversación del miércoles. Palabras tuertas, roncas, muertas. Le di la mano a través de una mesa que podría ser un abismo. Qué mal se llevaron dos buenas noticias.
Yo rechacé el trabajo, o dejé a Rosario, da igual. Más tarde, llegando a casa, hice el cálculo de los miércoles que me quedaban. Miércoles, una palabra tan rara.
Luna en El Cairo/ 65 love songs
Tengo el dibujo, el que hice de su silueta, que se parece a una carretera de montaña, con varias vueltas alrededor de la cintura, espesura en los rincones y alacranes en las costillas. Fue en Egipto. En uno de esos trenes que salen de Alejandría. Lo dibujé en su camarote, donde tropecé las tres noches que traqueteamos junto al Nilo. Todos hemos cuchareado el amor. O eso creemos. Prueben, digo, a hacerlo en El Cairo.
Ella daba clases en la Universidad Nacional de El Cairo. Por las mañanas enmudecía a 40 alumnos. Por las noches enmudecía al resto de la ciudad, y a los cláxones, me enmudecía a mí, con sus besos y su acento. Y sus ojos, sus suspiros, sus senos, sus pechos. Al otro lado del ventanal, el desierto, a este, sus manos en mis muslos, su elocuencia desnuda.
Si conecto con el recuerdo se puede romper la cuerda, la que me sujeta. Ahora vivo sin sobresaltos. Pero si conecto con el recuerdo se puede romper la cuerda. Las noches de besos, unos ocho millones de besos, un país chiquito de besos. Se va al trabajo. Yo trabajo en casa. Entonces la espero, la espero todo el día, me entretengo, y escribo estas historias y escribo otras. Porque ella vuelve, a las cinco de la tarde. A veces unos minutos después. “Simone me ha entretenido”, dice. Simone es su jefa, y ella, Luna, llega casi jadeando, viene rápido, corre por las calles de una ciudad amurallada hace miles de años, y le da igual, no mira los arcos ni los torreones, mira los pasos que le faltan para llegar a la jacaranda en flor, que brota en nuestra esquina.
Luna abre la puerta y entra, entra ella y entra su vestido, que tiene colores de viñedo y le baila por encima de las rodillas. Sonríe ancho y salta sobre mí. Me aplasta la desidia del día y me besa como un pajarillo a la flor, como un mar a la orilla. Y esto dura. Hasta que me muerde el labio, me toca el pecho, lo empuja. Los besos son ahora de halcón, la fuerza de la marea. Acuérdense de la última vez que quisieron estar dentro de alguien, y besarle hasta comérselo, hasta ser comido. Y no hablo de la métrica de los cuerpos, del ritmo del cabecero en la pared, de sus manos masturbándose, de sus piernas abiertas, de su “fóllame”. Hablo de lo otro, de lo que no se sabe bien qué es.
¡Es hermoso! ¡Muchas gracias!🌸🌸🌸
Wow!