Hace pocos días me he mudado a mi nueva casa. Es mi casa número quince. Cuento como casa los sitios donde he vivido más de tres meses, pagado alquiler, etc. O las casas que mis padres han tenido a bien compartir conmigo.
El segundo día en mi decimoquinta casa hice un receso del teletrabajo para prepararme un café. Mientras se calentaba el agua cogí la guitarra, que me miraba desde su esquina habitual, y toqué unas canciones en la banqueta de la cocina. El agua empezaba a hervir cuando: ding, dong, llaman al timbre. La puerta de la entrada tiene una especie de ventana redonda, un ojo de buey; al otro lado se intuía una cabeza.
Abro la puerta y un señor en pijama y bata protesta por la música: me molesta, sí, sí, me molesta, así no puedo estudiar, no, no, defiende con una voz algo nerviosa. Perdón, le digo, no pensé que estuviera molestando a nadie, solo tocaba unos minutos durante una pausa.
¿Estaba tocando muy alto?, le pregunto, algo molesto por la censura y la poca paciencia – la primera vez que toco la guitarra en esta casa, no más de un hervor, y ya tengo al vecino en la puerta.
--Sí, sí, se escucha todo arriba. Muy alto muy alto (el señor no habla inglés demasiado bien). Mi vecino tendrá unos 75 años, lleva un pijama azul y una bata negra, tiene barba de algunos días y es flaquito.
--Bueno, ya paro, de cualquier modo, tengo que seguir trabajando. Pero, hay un problema, yo habitualmente toco la guitarra, le digo contratacando; no quiero que esta conversación termine con un decreto antimusical.
Mi casa es un bajo, muy habitual en ciudades del norte, así que manteníamos esta conversación en plena calle. Él, cuadrado en medio de la acera, frente a mi puerta. Yo, en medio de mi descansillo, frente a él. La situación era chistosa porque teletrabajando a veces me doy el gusto de hacerlo en pijama. Así que, lo que veían los muchos peatones que pasaban a nuestro lado era una especie de duelo vecinal en pijama y a plena luz del día.
--Pero ahora no puede tocar, no no, estoy estudiando, me repite. Por las tardes, continúa, sobre las cuatro me voy de casa, puede tocar entonces.
La vida en las ciudades, la vida con vecinos, la vida en edificios es algo que no termino de entender. A escasos dos metros, separados por una pared, un techo o un suelo cada uno vive su vida; la distancia que nos separa es pequeñísima, sin embargo, cada uno vive su vida. Cuando me levanto por las mañanas y, congelado, me meto en la ducha, este señor, dos metros por encima de mí, quizá esté sentado en el váter leyendo el periódico, o mirándose al espejo y rumiando lo rápido que ha pasado su vida. Cuando a la hora de comer caliento una sopa de bote, este señor, dos metros por encima de mí, quizá esté apurando su cigarro de después de comer y pensando que ya es hora de dejarlo. Cuando me meto en la cama y una película o un libro me hacen reír o llorar, este señor, dos metros por encima de mí, quizá también esté llorando o riendo.
Desde que tuvimos aquel encuentro y acordamos que la música está vetada hasta las cuatro de la tarde, este señor, cuando se va, sobre las cuatro, baja y me timbra: me voy, me dice día tras día, y señala hacia la esquina, ya puedes tocar.
Últimamente toco la guitarra a las cuatro, nunca había sido tan ordenado con mis prácticas musicales.
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Mi amigo Rient, el de aquel banquito soleado en la plaza de Groningen, vino a Ámsterdam hace dos semanas. Quedamos el viernes a las cinco de la tarde para tomar un café en un bar cerca de casa de su hija.
¿Qué vas a tomar café o cerveza?, me preguntó cuando se acercó la camarera. Habíamos quedado para tomar café, pero indagué: ¿Qué vas a tomar tú? Yo voy a tomar un vino, dijo Rient muy seguro mirando a la camarera. Pues yo tomaré una cerveza de barril, indiqué también a la camarera.
Qué bueno es beber acompañado, me dijo cuando llevábamos tres rondas; normalmente bebo solo en casa, un vasito o dos no más, tres si juega el Ajax.
Hablamos de lo humano y lo divino durante horas y los comensales de alrededor iban y venían.
Antes de irme le pregunté cuál era el título del libro favorito de su mujer, ese en el que había guardado aquella mariposa que vino a visitarle después de su muerte. Ahora mismo no me acuerdo, pero, el domingo, cuando llegue a casa te lo escribo, me dijo.
A los dos días me llegó un mensaje y una foto de la mariposa. La mariposa naranja y negra, el título del libro: “Un poema nunca es suficiente”.
Another? Es maravillosa esta oda a la cotidianidad de la vida. Gracias por compartir tus pequeños momentos de gloria. Llegar a acuerdos gracias a la delicadeza aprendida con los años me parece una flagrante victoria. Enhorabuena.
Sigue conquistándonos con tus pasos y experiencias. Aquí uno que le gusta saber de ti.
Here another Fan. Qué manera tan bonita de embellecer lo cotidiano ♥️