A las siete de la mañana pongo el agua a hervir. Mientras el agua se calienta saco dos mesas largas de madera y las alineo frente a la barra del bar. Dos sábanas blancas simulan el mantel y, sobre ellas, el desayuno encuentra su acomodo. Cuando el agua hierve pongo los huevos, más de treinta, y enciendo el cronómetro (ocho minutos). Un par de idas y vueltas a la nevera, a la cocina, al almacén y dispongo los alimentos. De izquierda a derecha: cereales, leche, yogurt, jamón, queso, pavo, pan, pan integral, pan con pasas, tomate, pepino, huevos cocidos, mermelada, crema de cacahuete y crema de cacao. También hay café y zumos, de máquina, junto a la entrada de la recepción.
A las siete cincuenta subo la iluminación y enciendo la música, no es un show, pero está lleno de personajes.
Los huéspedes, para conseguir un plato, tienen que pasar por la esquina de la barra donde un servidor controla el desayuno. Allí, me enseñan su tarjeta y yo les paso un plato y un bol. Algunos rechazan el bol, otros rechazan el plato.
A las ocho menos cinco se acerca el primer huésped dispuesto a terminar su ayuno nocturno. Me enseña la tarjeta y le paso plato y bol. Antes de servirse los cereales se arrepiente y vuelve hacia mí. “Conoces la historia del primer pingüino”, me pregunta. Mi entretenimiento, hasta entonces, radicaba en remover con una cucharilla la poca espuma de mi cappuccino mientras me cuestionaba si aprendería a hacer deliciosos cafés como los que hace mi compañera finlandesa; quien tiene un hermoso nombre finés, que en castellano significa viento. Así que su pregunta venció mi -poco- interés de barista y recibió una invitación: “no, cuéntame”. “El primer pingüino es el que tiene que atreverse a saltar por el agujero en el hielo”, me dice. “En beneficio del grupo, debe saltar y arriesgarse a que al otro lado aceche una orca. Si no hay ataque, el resto del grupo le seguirá, si lo hay, habrá evitado que otros pingüinos de su colonia fuesen también atacados. Así me siento yo, como el primer pingüino: ahora el resto de gente vendrá a desayunar”, dice sonriente. Le agradezco la historia y me quedo pensando en los pingüinos – esos chistosos pingüinos que se mueven, por tierra, como la M-30 en hora punta- y en la orca, que en este caso debo ser yo.
En Ámsterdam, debido a las últimas restricciones relacionadas con la crisis sanitaria, está bajando el número de turistas. Nadie quiere venir a Ámsterdam para estar a las ocho en casa (salvo yo). Así que el hostal -y el desayuno- no anda, afortunadamente, muy abarrotado.
Un pingüino tras otro se van acercando a mi esquina y recibiendo sus recipientes. Unos desayunan ligero, otros dulce, otros salado. Las combinaciones son interesantes. Una amiga me decía, hace poco, que le gustaba ver la compra de la gente en el supermercado, que cuando la compra queda extendida por la cinta transportadora descubres pasiones y sombras: esa jaula de cervezas con ganchitos que anuncian una noche larga; esa merluza, esas almejas, ese caldo de pescado, esas guindillas y esa botella de vino que revelan tu buenísima intención para tu, posiblemente, cena en compañía. Y así, con los ojos de mi amiga, observo el desayuno: con pocas certezas, pero con bastante entretenimiento.
Uno de los pingüinos se acerca y me pide que le llene una botella de agua – de medio litro-, luego me pide un plato, no quiere bol. Pasa olímpicamente de los cereales, la leche, los huevos, la mermelada y empieza a coger rebanadas de pan, de pan blanco. Más de un palmo de pan blanco se erige sobre su plato; unas veinte rebanadas alcanzo a contar desde la distancia - y el asombro. Ha tenido el decoro de coger, también, una o dos lonchas de queso. Con su monumento al pan se sienta en la mesa central del bar y empieza, como no, por la primera rebanada.
El hombre, de unos cuarenta años, tiene una melena larga y castaña, tirando a rubia, que le cubre la cara. Viste un polo azul y unos pantalones vaqueros. Medirá, fácilmente, un metro noventa – o más de nueve paquetes de pan de molde, uno sobre otro. Y tiene una chepa incipiente, que se acentúa un poco cuando se cierne hambriento sobre el plato.
Una detrás de otra va comiendo las rebanadas. No come rápido ni lento, come constante, el único modo de completar tales gestas: maratones, ochomiles o desayunarse veinte rebanadas de pan es no tener prisa. “Vamos despacio porque vamos lejos”, dicen que decía Emiliano Zapata. Aquí tenemos a un convencido insurgente o, para seguir con nuestra alegoría, a un pingüino convertido en voraz león marino.
Mi compañera, viento – que, como tal, se mueve acompasada y ágil sirviendo cafés con corazones de espuma-, se ríe, pero tampoco mucho. Yo no puedo contener la risa.
El hombre termina sus rebanadas de pan con pan -y poca enjundia- y, con un paso algo lento, abandona la sala.
(Desde la omnipotencia de mi relato quincenal me fumo la temporalidad y les cuento que el león marino volvió a la mañana siguiente y repitió su desayuno a base de harina, agua, sal y levadura. Al tercer día, cuando pensaba acercarme a entenderle resultó que no trabajaba, así que me quedé en casa y escribí esto -que es otra forma de intentar entender)
A ti por escribir tan bonito
Se te echa de menos en fb, fíjate lo que son las cosas. Sobre todo entradas como esta maravilla. ¿Qué te cuesta volver? 😉