En una librería del centro de Madrid están buscando librero. “Si necesitas ayuda, me avisas”, me dice la mujer-librera apartando el teléfono de su oreja. Y continúa hablando. Y quién no necesita ayuda, pienso. Y mi resaca -que me tiene anestesiado, como si anoche hubiera bebido con guerrilleros albanokosovares- deambula entre novedades editoriales. “Si me pusieran una pistola en la cabeza, lo elegiría a él”, dice, como si la disyuntiva fuese posible. Y me imagino al Dios de las editoriales, Herralde, por ejemplo, apuntándola en la sien. “Pero nos puede salir rana. Al tercer sábado que le pidamos venir puede que nos diga que no”, continúa diciendo a su teléfono. Por lo visto, escuchado, hay dos candidatos, un hombre y una mujer. “Ella es encantadora, creo que se llevaría muy bien con Emilia y dice que tenía una librería, pero no sabe tanto de libros, no tanto como él”. La mujer-librera conversa en alto. Las personas que confían en sí mismas conversan en alto.
Entra a la librería un comandante de vuelo, un hombre vestido de piloto de avión; los pilotos de avión, parece, salen vestidos así de casa, aunque el aeropuerto esté muy lejos. Y me recuerda al paseíto -humillante- que das yendo a una fiesta de disfraces, vestido de monja o de Vito Corleone; o a las calles que recorres hasta la iglesia o juzgado cuando te invitan a una boda y, con tu traje impoluto, pasas por el bar de siempre, la esquina de siempre, sintiéndote una estrella -fugaz- de Hollywood. La mujer-librera cuelga. Con la pareja que acaba de entrar ya somos cuatro clientes. “Tengo gente, luego te llamo”, dice. El hombre-piloto agarra un tocho y se pone a leer, no ojea, lee. Los pilotos deben ser buenos compradores de libros; suspendido en el aire, cruzando algún mar o continente a uno le apetece leer o cuestionarse las decisiones tomadas o ponerse melancólico, mejor leer. Quizá por eso colgó la mujer-librera, sabedora de que el hombre-piloto comprará un libro, uno más gordo que el anterior, de unas pocas páginas más, para seguir superándose. Leer una página más al día, hacer una flexión más al día, sería una actitud muy de comandante de avión. Los libros gordos siempre me recuerdan a un amigo mexicano que decía que podría leerse el Conde de Montecristo en una sentada de wáter.
La pareja se lleva un libro, solo uno: “No me acuerdo de nada”, de Norah Ephron. No sé si lo leerán por turnos, o si lo leerán en alto. O si solo uno de los dos lee. ¿Hay parejas de lector-no lector? Yo, que solo mataba el tiempo -porque no me gusta perderlo, prefiero matarlo-, no me llevo nada, nada más que estos pedazos de vidas ajenas. Salgo de la librería, el Pez Tortilla sigue cerrado. Por no esperar me como un pincho en un bar cercano. Está mala, re mala. Hay que saber esperar.
31/10/2022
En los alrededores de Tribunal, en Justicia, nombre pretencioso donde los haya, vive un dóberman, un terranova, varios chuchos y muchos perros. Todos se reúnen en el parque para perros, dónde más podrían reunirse, no les dejan entrar al Teatro Barceló. El dóberman se mueve como un caballo de doma, es grande y armonioso, su pelo brilla. El terranova es un oso urbano, un oso domesticado, una fiera inmunda, podría encontrar empleo en la puerta del Hades, pero es demasiado dócil, le despedirían pronto. A no ser que sepa disimular, para ciertos empleos solo es necesario aparentar. Recuerdo que cuando trabajaba en la tele el subdirector me dijo una vez: “además de trabajar, hay que aparentarlo”. Por lo visto, mi poltronería -solo estética- sobre el escritorio no hacia justicia a todo el sapiens que dedicaba a cada futuro concursante de Got Talent.
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El perro que estoy cuidando se ha comido mi cepillo de dientes. He tenido que comprar otro. Menos mal. El viejo estaba viejo, muy viejo. Las púas no mostraban resistencia a mis incisivos, era un barrido con desgana. Ya no servía. Pero uno se acostumbra al color y suavidad de su cepillo, aunque ya no le sirva, como se acostumbra a planes, hábitos, personas. Estaría bien que algún perro entrase a morderlo todo de vez en cuando.
1/11/2022
Todavía no he ido al Pez tortilla, que me evoca, irremediablemente, a un pez amarillo con trozos de patata en vez de escamas nadando en huevo batido. El Pez tortilla que imagino se parece a la imagen que creó una inteligencia artificial cuando le introdujeron la frase: “salmón nadando en el río”. El resultado fue un filete de salmón bien cortado, rosado y limpio, dejándose llevar por la corriente de un río. Una imagen chistosa que apunta que el salmón ha dejado de ser un pez y ahora es un objeto de consumo. Dura y cruda realidad. Todavía no he ido al Pez tortilla. La última vez fui demasiado pronto y los taburetes apuntaban con sus patas al cielo, elevados sobre las mesas, en la oscuridad del local, como estalagmitas en la cueva de los monstruosos peces tortilla. Los días pasan ocupados, temo que si voy demasiado tarde los taburetes estarán, de nuevo, en esa posición cavernaria y tampoco podré saborear al animal mitológico. Voy a llegar a tiempo.
Cervantes y Compañía. Mi libreria, mis libreras 😜
Por la calle Pez es difícil perder el tiempo, matarlo quizás. Además de todo lo que está a la vista y al alcance, las pinturas de la iglesia de San Antonio de Los Alemanes (excelente barroco, nada visitado) son el mejor techo si llueve, fresquera si aprieta la caló. Disfruta Madrid.