Antes de mudarme a Ámsterdam sabía comerme una naranja.
Lo había visto en casa, y en la escuela. Y lo había repetido diez veces, cien veces, mil veces. Muerdes o cortas con un cuchillo el lugar donde estaba el cordón umbilical de la naranja, y te deshaces de la tapa de los sesos de la naranja: esa pequeña rodaja de piel, que parece una cabellera cortada por un sioux, con ese punto verde en medio que antes ataba el fruto al árbol; el mismo punto verde que altera la casi redondez y casi naranjez de la naranja.
Una vez hecho el trabajo sucio - amargo si lo haces de un mordisco- la naranja está indefensa. Un par de palancas de las falanges y el resto de la piel empieza a ceder. No es, sin embargo, tan sencillo desnudarla por completo. Cuando solo queda la parte inferior de la piel, los dedos no encuentran apoyo firme para hacer fuerza; y el interior jugoso de la naranja se escurre por las manos. Todavía no puedes desgajar los gajos. El jugo, tan preciado en el gaznate, sobre la piel genera una viscosidad inoportuna, incómoda. De cualquier modo, terminas de pelarla y te la comes. Hecho. Fácil.
Pero claro, nadie cuenta con que su vida va a cambiar, que cualquier minuto puede ser el último en que seas el que eras. Las putas naranjas.
Por diversos azares, he descubierto que hay otra forma de pelar una naranja y es, curiosamente, no pelarla, cortarla. Cómo no me había dado cuenta antes, cómo nadie me había dicho que había otra forma -mejor, más rápida y más limpia- de comerse una naranja. Sin más explicaciones: cortas la naranja por la mitad y cada mitad en tres pedazos; con un pequeño movimiento de los pulgares a cada lado del pedazo en cuestión, la pulpa casi se desprenderá y un buen mordisco terminará la tarea.
Don Vito Corleone comía las naranjas cortándolas e intentó avisarme cuando, jugando con su nieto, se puso la piel de la naranja en la boca e hizo esa sonrisa macabra y cítrica, pero cuando no ves algo, no lo ves, da igual lo cerca que lo tengas.
Cuántas cosas tendré tan aprendidas, sobre cuántas cosas estaré tan completa y -casi- irremediablemente ciego.
Y ya no puedo dejar de cuestionar si el número de vueltas que le doy a los huevos revueltos es el adecuado. O si estaré comiendo mal los cruasanes. O si estaré besando al revés. O si enjuago poco tiempo los cacharros. O si dormir boca abajo me estará destrozando la espalda. O si el sentido de la vida debe ser otro. Putas naranjas.
No entender nada es una mierda, pero tiene algo hermoso. Como aquel tipo que decía que el mar es azul, azul como una naranja.
Me elevas. Me sacas de la vorágine vital. El mar es azul, azul como una naranja.
Maravilloso. Putas naranjas.