Era domingo, lluvia fina en Bogotá, casi medianoche, el único momento en el que te pueden contar algo así, y creerlo, no creerlo, quedarte ahí colgado. El taxi toma curvas y quiebros, hace kilómetros, estamos lejos. El taxista, Julio, quiere conversar. “¿A qué te dedicas?”, pregunta. Si fuera tan fácil, pienso, y contesto: “periodista”. “Ah, entonces esto te va a interesar”.
Esta es la historia que me contó:
La noche hubo de ser larga. Poco después de la caída del sol, una barca con más personas que capacidad soltaba amarras en un muelle desvencijado del norte de la isla. Al otro lado, el sueño americano; en medio, el mar Caribe, que presumía calma. Doce horas hacen falta para librar la distancia, ocho bidones de gasolina y un amasijo de gallardía.
En el borde de la barca se sientan hombres y mujeres, niños al centro, protegidos, y el capitán al timón. Apenas sobra espacio: siete mil dólares les garantizan una esquinita de esa barca. No les garantizan llegar: la guardia costera puede devolverles a su isla, las olas pueden devolverles al fondo del mar, los tiburones pueden devolverles a la cadena trófica.
Hay un momento, a pocos kilómetros de la costa, donde el mar deja de ser un lugar de calma y contemplación y se convierte en la puerta de los miedos. La profundidad oscurece el agua, oscurece la noche, oscurece la ilusión con la que salieron del muelle. Julio procura mirar al cielo, al horizonte, pero la profundidad le arrastra, siente la profundidad en el pecho, siente la presión de un océano en la garganta, un vértigo de agua salada.
El mar sigue en calma. La luna es casi nueva, una sonrisa fina: la burla le aterroriza. Por qué sonríe si hoy puede ser su último hoy. Nadie habla en la barca, solo una mujer que susurra a su hijo. No hay nada a la vista, no hay tierra, no hay luces. Tampoco hay viento ni olas. Aun así, el capitán no mueve los ojos de algún lugar entre la noche y el destino.
Fue a mitad de travesía cuando hubo de hacerse larga la noche. Un primer golpe despertó a la barca, que venía aletargada y mareada y silenciosa. Un golpe que despertó también a los terrores, que andaban en duermevela. No fue una ola, no había guarda costas. Julio asomó la vista sobre el abismo de agua. Cuatro aletas de cuatro tiburones merodeaban. Un segundo golpe vino con un tercero y con un cuarto. La barca zozobró, entró agua y todos se movieron hacia el interior. El capitán bajó la velocidad para evitar que volcasen con las embestidas. Fuera, el agua estaba efervescente, decenas de tiburones. Los golpes no cesaban y la barca se inclinaba impaciente.
El capitán gritó y gritó fuerte. "Que vengan aquí todas las mujeres". Nadie movió un músculo. "Que vengan aquí todas las mujeres", volvió a gritar, y levantó su camiseta para enseñar una pistola que colgaba en su cintura. Las mujeres se levantaron y se acercaron al capitán, que gritaba, gritaba.
Los aleteos de los tiburones; los golpes, cada vez más fuertes, y el motor parado. El agua entraba y la sacaban con las manos. La barca buscaba el fondo del mar. "Son tiburones", repetía un hombre con los ojos y el pavor bien abiertos, “son tiburones”.
"¡Desnúdense!", gritó el capitán. Y la barca, las mujeres guardaron silencio. "¡Desnúdense!", repitió sacando el arma de la pantaloneta. Esa noche hacía frío en el Caribe: los cuerpos desnudos temblaban. Una a una fue tocando a las mujeres, las metía la pistola por la vagina. Todos sabían por qué, nadie hacía nada. El ruido de los tiburones paralizaba, la fiereza de sus fauces, la idea de sus fauces, paralizaba.
Las dos últimas mujeres eran dos chicas jóvenes. Veinte años, no más de veinte años. La pistola salió ensangrentada. "¡Ni embarazadas ni menstruantes!", gritó el capitán, "¡ni embarazadas ni menstruantes!", gritaba agitando la pistola.
Julio no podía mirarlas a los ojos. Quiso decir algo, no se atrevió. El capitán agarró a las chicas y las tiró al mar. Cayeron a la oscuridad. Y hubo un instante de silencio, los golpes a la barca cesaron. Solo se alcanzó a oír un quejido, un último aliento. Ahora el ruido de los tiburones, las hileras de dientes enfebrecidas. El motor se prendió. Avanzaron. Mar en calma. “Esa noche”, dice Julio, “todavía no acaba”.
El periodista da a veces con historias abominables que cree necesario contar para informar de las penas de los otros. Esta es de las que prefiero me la cuente Julio. Así, al menos, puedo agarrarme a alguien que se salvó en este mundo cruel.