PRECARIEDAD #página1
Tengo que redactar un texto -malo, re malo, re contra malo- por el que me pagan 34 euros después de impuestos y me dan ganas de tirar de las pielecillas que me rodean las uñas y desnudarme un par de capas de piel y mandárselas por correo al editor. Con una nota: “me estás matando”. Prefiero quedarme sin epidermis que sin ilusión (que aunque no se come, alimenta). Cada día que me siento a escribir alguna de estas mugres malpagas deseo que un incendio ilumine Madrid y me libere de la infamia de haberme dedicado al periodismo.
Luego me tomo un café y me relajo, con los pies en alto, y me voy de viaje a mis recuerdos -tierra fresca y fértil donde la soledad es imposible- y repaso lo que he podido hacer gracias a este oficio: no es mucho ni es poco, es bastante. Es Magnolia, viñetista insurgente de Acapulco. Es Marina, fotoperiodista colombiana nacidad en una vereda de Salamanca. Es Martín, rosarino y abogado de los tristes. Es Bernat, reportero de conflictos del mundo y del interior. Es Marta, portavoz del silencio en el Norte del Cauca. Es Chus, custodio de la palabra escrita en los valles cántabros.
Uno siempre ha querido trabajar en una revista donde se den conversaciones intensas y se piensen cosas medio estúpidas medio serias y se reseñen libros sin hablar de esos libros y se publiquen crónicas largas que se leen en dos cafés y haya columnas sin opiniones y cuentos o cuentitos o cuentititos y ensayos sobre los días sin viento, sobre las diferentes formas de pelar una mandarina o sobre si algo mediocre es medio ocre o nada que ver. Una revista literaria, debía llamarse antes. En esta revista no habría que poner 25 páginas de publicidad de relojes ni de coches ni de colonias porque a los que queremos hacer revistas literarias no nos gusta saber la hora ni conducir ni oler a planta baja de centro comercial (que parecen fumigarte más que darte la bienvenida). Y solo quedaría imprimirla y juntarse alrededor de ella, el día de impresión, y tomarse unos vermús celebratorios con el revoltijo de guacamayas con quien la escribes y la lees. Y vender algunas, unas tantas, suficientes para comer y escribir las siguientes semanas otro puñado de palabras.
Pero, claro, dinero: financiación pública o privada o una comunidad convencida. Mientras la comunidad sucede, este perrodista de huesos flacos quería hacer una prueba, y escribí a algunos amigos, a algunas amigas (anteriormente citados). “Quiero hacer una revista en la newsletter, una compilación de textos, fotos, vídeos, audios sobre un mismo tema. La precariedad. ¿Me mandas algo? Lo que quieras”. Esto les dije, más o menos, muy consciente de mi luminosa contradicción: escribe sobre la precariedad a cambio de cero pesetas. Y estas fueron sus respuestas.
La primerá página de El Cobertizo.
La PRECARIEDAD que me convoca
Por Marina Sardiña
Hace dos diciembres, después de vagar y hacer autostop en las calles ardientes de algunos pueblos yucatecos: con el sudor escurriéndose entre las piernas, la gota salada brillando en la punta de la nariz, las moscas pegadas a los párpados, di con el inicio del perfil de este chulo, carroñero, moreno, enjuto, pájaro de los avernos que, desde hace varias semanas, me acosa para que le escriba un texto. No sin antes haberme abierto las úlceras, plantándomelas en la cara, mientras se relame el plumaje esperando los restos.
Con persistencia de gallinazo no flaquea en su empeño de despertar dentro de mí a esa bestia dormida: la escritura. Insiste, pese a que sus alas negras viran en torno a un cuerpo tieso, a un cadáver plácido, a una lengua yerma por la precariedad unipersonal, o cobardía, que a menudo me convoca. Bajo sus ojos oscuros, saltones, castañeo los dientes y mastico mis tripas como me muerdo las uñas, sin escupir nada fuera.
Precariedad; nombre femenino, reza el diccionario de la Real Academia Española, la biblia de esos hombres que se resisten a abandonar la caverna. ¡Por supuesto que una palabra que alberga semejante significado: cualidad de precario. Escasez, limitación, pobreza, apuro, insuficiencia, estrechez, carencia, brujez, inestabilidad, inseguridad, fragilidad, provisionalidad, tenía su correspondiente apellido femenino! Sin entrar a redactar un manifiesto feminista, un dato: en América Latina la tasa de ocupación de mujeres fue del 47% frente al 70% de los hombres. La precariedad nos estruja el vientre y se incrusta por debajo de las uñas, compañeras, llámese Abya Yala, África, Asia o Europa.
No quisiera tampoco hacer un artículo periodístico sobre los factores económicos, sociales, políticos, coloniales, racistas, patriarcales, por los cuáles las mujeres estamos relegadas a malvivir en los lodos turbios de la precariedad. Hubo un tiempo donde peleaba esos reportajes desde una sala de redacción con la intrepidez y osadía de la inocencia bendita. Renuncié hace un año; después de que intentaran aniquilar cualquier atisbo de ferocidad, esperanza y bravura en la causa periodística que todavía quedaban en mí. No abrazar la indiferencia pusilánime del patrón tiene sus consecuencias. Aún hoy estoy lamiéndome la herida como una madre relame los restos sangrantes de su propia placenta sobre la frente de su cachorra.
Debido a que el zopilote palentino hizo el milagro de hacer escribir a una muerta, voy a desparramar algunas palabras en torno a la precariedad impuesta contra una misma o la limitación frente a la escritura. Escribir puede hacerlo cualquiera. Hay más escritores por metro cuadrado que pulgas en el lomo de un perro callejero. Confiar en la escritura propia, en ganarse unos pocos pesos para tener una botella de viche en la despensa, libros esparcidos por el suelo, comida para el gato y que todavía sobren algunas monedas para un billete de huida en autobús, es otro cantar y estoy segura que sonaría a copla campesina. Romantizar la precariedad en nombre del arte, de esa sensibilidad fulgente desbordada desde las cuencas de los ojos, la saliva convertida en baba reseca, el cuerpo entero vibrando a la velocidad de una atleta olímpica, no está dentro de ningún manifiesto anarquista ni feminista ni antirracista.
Insisto en dejar ese oráculo, pero no puedo olvidar esto que escribió Roberto Arlt a sus lectores en 1929: “Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo (…) Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”. Nunca invoqué a Dios y creo que alguna vez bailé con el Diablo. De ser cierto lo que dice Arlt, la precariedad en la escritura me viene entonces del silencio, de no tener algo que decir o contradecir. Mi prontuario, mi padre, mi lengua afilada y contestataria disienten.
Entonces, cuando la precariedad ante la escritura me convoca, regreso a la voz de Leila Guerriero, que es bálsamo, medicina, remedio ancestral para las dolencias de la podredumbre de nuestras entrañas. “Hay una rabia infinita dentro de mí, una violencia infinita dentro de mí, una nostalgia infinita dentro de mí, una furia infinita dentro de mí, un arrebato ciego dentro de mí. Porque siempre, siempre, siempre, escribo como si boxeara”.
Escribir es el apetito insaciable de cualquier escritora con las tripas remojadas en eso que nombra Leila. Yo siento la rabia, la nostalgia, la violencia, la furia batiéndose dentro de mí con brutalidad. Me hallo entonces subida al ring, con un salvaje sentimiento de claustrofobia, peleando contra mi propia sombra. Antes de que el guante roce mi mejilla con un puño letal, escribo. Escribo como sangro la vida entre las piernas, a chorretones. Asfixiando con el rasguño suave del lápiz contra el papel a la misma precariedad que a diario me ahoga. Dejando atrás ese silbido silente, el de la carne despegándose del hueso.
J. escucha. Así iniciaría el perfil que inicié en México. J. tiene el don de hablar con cualquiera que le mire a sus ojos oscuros de chulo o se cruce en su camino por un rato breve, las milésimas de tiempo suficientes para justificar un saludo. Habla con familiaridad con el vecino, la anciana de la tienda, hace reír a las cocineras del mercado, al barrendero, al mesero; regaña al autobusero con confianza por prender el aire acondicionado y, casi siempre, se aprende sus nombres. Los conoce porque los pregunta y los escucha.
La precariedad en este oficio nuestro no viene de afuera, del gremio. Viene de no ser como J. “Hablaban, tenían conocimiento de lo que decían, pero no había en su expresión ni emoción ni sentimientos”, me leyó sentados sobre las ruinas de Yaxunah una traducción del Popol Vuh, el libro sagrado de los Mayas. La falta de escucha empobrece y ensordece la escritura: “Eran sordos en sus sentimientos”.
Yo digo que Marina es la mejor escritora y fotógrafa que conozco, y ella no para de negarme con la cabeza, con las manos, con su mutismo. En 2022 nos metimos río Yurumanguí arriba, a escribir un reportaje sobre los corteros. En la selva del pacífico colombiano hay víboras y fusiles, soldados sin edad y mucho monte callado. Marina tomaba fotos y tomaba viche con la templanza del que sabe el camino de regreso. Yo mataba mosquitos, y ella me decía, con fango hasta los perniles: “vamos, muchacho”. Y yo iba, iba detrás de los cortadores de madera, iba detrás de ella, que tiraba las fotos y hacía las preguntas que yo no encontraba: hacía su trabajo, el mío, y casi se pone a serrar los árboles. Si ella no le encuentra la vuelta, el dinero, el reconocimiento a esto de contar, dejemos aquí, los demás, toda esperanza.
La caridad de los bancos
por Jesús R. Delgado
Noah se levantó del desvencijado sofá con las posturas y quejas propias de los cuerpos quebrados. Había pasado una noche miserable. Nuestro minúsculo cuarto de estar daba además a la calle más ajetreada de este barrio de Londres.
—Asómate a la ventana. —Al otro lado del vidrio, un cuerpo permanecía arrebujado sobre uno de los bancos del parque todavía brumoso y frío. Una pequeña mochila y dos abultadas bolsas de plástico como decorado ajeno al de las hojas caídas—. Alguien ha dormido peor que tú —le dije.
A Noah le dio un escalofrío solo con verlo. En invierno, un cuerpo inerte en medio del alborotado despertar de la gran ciudad siempre sobrecoge. Mejor darle la vuelta a la terca realidad.
—Voy a bajarle un café —reaccionó, más empático ahora que anda buscando trabajo y cama—. Aunque lo mismo me suelta una hostia por despertarle.
—He dormido en un banco como ese, en pleno centro de Londres —le conté—. Te aseguro que no te va a rechazar el café.
Mientras Noah hacía de camarero (o banco-rero), recordé aquella lejanísima mañana. Yo había pasado un año en Irlanda fregando muchos platos para pagarme las clases hasta que, de rebote, supe de la vacante de la plaza de corresponsal de la agencia Efe en Dublín. La entrevista sin embargo era en la capital inglesa. Con los últimos ahorros me pagué el viaje.
Nadie hubiera pensado que aquella mochila pesaba más que el cuerpo arrebujado sobre ese banco en el corazón de la metrópoli. Además de los bolsillos sin un céntimo, llevaba la casa a cuestas, lo propio de un viajero pobre, pero, eso sí, como aprendiz de reportero, contenía también varios libros y cuadernos, una máquina de escribir y una Nikkormat con tres ópticas.
Me lavé en una fuente del parque, expropié una botella de leche y dos cruasanes que un repartidor solidario dejó a la entrada de un café por abrir y me cambié de ropa frente a un escaparate. Un señor muy amable y trajeado me hizo la formal entrevista en la sede central de la agencia de noticias. Deduje que mi apariencia mentía muy bien sobre cómo pasé la noche.
Esa historia tuvo un final feliz. No sé la del tipo que ahora sorbía el café unos metros por debajo de nosotros.
En ciudades como Londres ya no dejan el reparto a la puerta de las cafeterías, apenas se ven fuentes públicas y ni siquiera se hacen entrevistas presenciales. En otras como Madrid cada vez quedan menos bancos y siempre escasearon los parques, pero me gustaría pensar que la pobreza, obstáculo incuestionable, también provoca arrojo suficiente para acercarse a las metas.
Jesús escribió esta historia al ratito de contactarle, en apenas dos horas. Él solo podría escribir una revista entera: reportajes, crónicas, cuentos. Además, y sobre todo, es director de cine, guionista, escritor, qué sé yo, tiene un goya (así, ad hominem). Y la voz pausada, y la generosidad para hacer creer a un muchacho -a mí- que es posible hacerse un huequito.
Para saber más, lean Una cama inhabitada, la primera novela policiaca de Jesús: la leí en 2021 durante mis turnos de noche en la recepción de un hotel en el Barrio rojo de Ámsterdam. La historia de la inspectora Almansa escoltaba mi noche en vela hasta las 07:30, cuando cambiaba el turno y soplaba la vela.
A dónde mirar
Por Magnolia Paz
A dónde mirar cuando el sitio que han construido a lo largo de décadas para “personas de fuera” se ha fracturado en varias dimensiones y las “personas de dentro” deben aprender y acostumbrarse a vivir en esas fracturas. Violencia, desastres naturales, corrupción -y falta de empatía- se asoman en cada una de las grietas y huecos que hoy se ven en calles, casas, edificios. A dónde mirar cuando la “perla del pacífico” está fragmentada.
Conocí a Magnolia en mis primeros días latinoamericanos, en 2018, como una bruja blanca me enseñó un par de cosas sobre las aristas del mundo, sobre los que vamos del centro a la periferia con pantalones vaqueros cortos y riñonera. Ella ahora enseña en una universidad en Ciudad de México, y yo ando dispuesto a seguir aprendiendo.
Dónde estaba Dios cuando te fuiste
por Martín Elgoyhen
"Dónde estaba Dios cuando te fuiste", escribía Discépolo, cantaba Gardel, resonaba en la cabeza de Ana en forma incesante como un disco rayado. Si Dios existe, pensaba, viene estando distraído o tal vez no soy -decía, con aires narcisistas- muy importante para él. Lo cierto es que semanas antes de que caiga tras ser delatada, traicionada, por dos de sus fieles, fieles hasta la traición, claro está, Ana buscaba a Dios en forma infatigable, ya no importaban los años, ni los achaques físicos, ella obsesiva lo buscaba y no precisamente bajo de las piedras, iba a su mismísima casa varias veces al día, sin respeto a los horarios de sus huéspedes, total, ella no buscaba intermediarios, esos simples mortales con sotana y rezo repetido, quería sentarse a charlar en forma directa con el supremo, el que no descansa, el que está en todas partes pero últimamente, en ninguna. La charla que pretendía tener no respetaría títulos eclesiásticos, sería de igual a igual, mano a mano.
Según versiones verificables las visitas comenzaban desde las 5 am y se extendían durante todo el día. Para llegar a su casa -una de sus miles- practicaba diferentes caminos, lo que significaba modificar el recorrido yendo por diferentes calles, diferentes veredas, diferentes baldosas, inclusive por la acera transitada por automóviles, cuyos conductores la saludaban con desafinadas bocinas e insultos reverenciales. Las variantes de sus recorridos la llevaban a un número matemático tan elevado que durante los años de vida que le quedan, manteniendo su rutina diaria, no podría ni recorrer un decimal de las variantes posibles, dificultando aún más su anhelado encuentro. Para que se dé lo tan ansiado a esta altura dependía científicamente del azar, la pura casualidad, un acto mágico, decía, con la solvencia que sólo tiene quien ha vivido lo suficiente: "los caminos a su encuentro son dispares, infinitos, sinuosos, cambian constantemente, solo así...", decía, con las manos hacia adelante, girándolas hacia el cielo, levantando sus cejas, con un tono tanguero, reverencial, "puedes acercar tu alma...", dejando un silencio enigmático, incómodo, imposible.
La obstinación de Ana, radicaba, sospechan, en su descontento por sus penurias, ausencias, sentidos, entre otras miserias. Es que hacía unos años, había fallecido su compañero, la vida, decía, se construye con sentidos, y ése había sido uno de 70 años de antigüedad. El amor, decía Ana, era de lo más difícil de la vida, y su vida había perdido su principal sentido, mientras seguidamente recitaba, imitando a Violeta Parra: “Que pena siente el alma cuando la suerte impía se opone a los deseos que anhela”. Ya no quedaba tiempo, o el tiempo que le quedaba no le encontraba sentidos. Previo a su detención, Ana se comportó de forma errática, es decir, sus comportamientos rápidamente llamaron la atención de sus vecinos, álgidos de novedades, con mirada entrenada cotejaban desde el zaguán o el banquito de sus veredas cualquier acontecimiento que modificara la tranquila cotidianidad, y las caminatas diarias, erráticas de Ana, lo eran. La voz empezó a correr, las sospechas se multiplicaron, solo faltaba para el desenlace, la denuncia. Ana escucha sirenas, presume lo peor, se encuentra desnuda, caminando con desconsuelo, recuerda a un viejo ciego, a esa daga desnuda, a Dhalmann acometiendo, vé el horizonte, vé la inmensidad de la Pampa Bonaerense, vé su destino, lejano, imposible, vé un sauce longevo que la invita a descansar. Ana ya no escucha sirenas aunque se acercan, Ana oye al viento tocar una zamba mientras el sol le acaricia su rostro, pintando cerros, montañas, riscos con majestuosas sombras.
La televisión luce sin sonido, su zócalo sentencia "El que las hace las paga", se observa a la ministra de seguridad en conferencia de prensa en visible estado de ebriedad anunciando la captura de dos jóvenes migrantes de nacionalidad chilena con cinco gramos de marihuana. La pared está agrietada por una línea irregular, Ana se encuentra ahí, como un velero amarrado al oleaje de su existencia, mirando incansablemente mientras habla, por momentos, un idioma incomprensible, salvo para algunas de sus compañeras de encierro, que asienten con estupor las certezas cotidianas. Parece ser que el tiempo -la gravedad y/o la ausencia humana- tiende a dañar los cimientos, aparecen grietas, vegetación, insectos, hasta que finalmente termine siendo un montón de escombros tapados por su vegetación autóctona, nadie contrata como arquitecto a Lahori, con pretensión de perdurar en pie por la eternidad, generalmente se piensa en unos años que alcancen para una vida, unos cincuenta, cien años, mantenimiento mediante. La pared a la que mira Ana muestra señales de deterioro, las grietas filtran humedad y la humedad dibujos violáceos, de diferentes formas, que cambian con los días, que están vivos, que dicen cosas, fascinantes, al menos para Ana que con su mirada coteja, y con sus labios, sin emitir sonido, canta: "Qué amargas son las horas, de la existencia mía, sin olvidar tus ojos, sin escuchar tu voz", dando golpecitos en el aire con su mano izquierda, dirigiendo una orquesta invisible para todos, menos para ella, que les marca el pulso, que la acompañan, solo ahí, en ese instante, mientras dura la música, logra calmar sus pensamientos, sus cavilaciones incesantes, que giran, ni bien finaliza la canción, como un espiral enloquecedor. Ana vive en su infancia, ve a sus padres, habla con ellos en italiano, un idioma que había olvidado, juega con una muñeca sucia, se encuentra descalza, no tuvo zapatos hasta el General, no responde al llamado de nadie, su tiempo se acaba, es necesario ser eficiente, saberlo usar, recordar lo importante, aferrarse a ello, una y otra vez, no hay otra cosa, la miro, no me reconoce, su cuerpo, sus ojos, su mente está en otra parte, su mirada sigue absorta, fija a la mancha de la pared, imperturbable, insisto, la pongo frente a mí, me desespero, de mis ojos caen lágrimas, muchas, interminables, no las puedo contener, le pido, llorando, una radio a una enfermera, sintonizo torpemente, se escucha tormenta, lluvia, sin cesar, no hay buena frecuencia hasta que gracias al azar, o a Dios, nítidamente suena un tango, es Gardel, canta, cada día mejor, “Acaríciame en sueños, el suave murmullo, de tu suspirar...”, Ana, mejor dicho, Nélida, mi abuela, escucha al zorzal, levanta la cabeza, abre la boca y su humanidad, se pone las dos manos en el pecho, me mira emocionada y dice: "negrito, escucha eso".
A Martín lo conocí en un pueblito del sur de México y acompañamos nuestras soledades unos días. La segunda vez fue en Rosario, Argentina. Los periódicos del apocalípsis invitaban a llevar un chaleco antibalas si pasabas por allí. El narco había tomado control de las calles por donde algún día caminaron el Che, Messi o Fontanarrosa, “por donde pasé dejé huella, después pavimentaron”, podría decir el último, de seguir vivo. Entonces, Rosario, tierra paridera de mitos, ahora pavimenta las huellas y los caminos con ojos alacranados y sombras de muerte: esa sensación masticaba -por lo leído en la prensa- antes de bajarme del autobus y encontrarme con Martín, tranquilo y sonriente, con dos cascos y una moto. Me llevó a su casa, la casa de un bohemio rosarino, con partituras por el suelo y frases de Piglia haciendo volteretas por la alacena y nos conversamos todas las palabras desde la última vez. Abogado laboralista, abogado de los tristes y anfitrión de botella de vermú, tango y poemas: “De fierro, de encorvados tirantes de enorme fierro tiene que ser la noche”, me leyó de la colección completa de Borges con su gato Argos (nombre robado al perro fiel de Odiseo) en el regazo.
Sección de audio y vídeo
Desde São Paulo, Brasil
por Bernat Lautaro
Lo poco que le importamos a los medios, a los directores, a los redactores, a quien sea que te encarga y te pide temas y textos y trabajos: no les importa en lo más mínimo cómo estás, quién eres, si sobrevives, si te da para comerte una arepa o para dormir caliente. Mantenemos la máquina mediática con el deterioro de nuestra calma, espalda y futuro. Bernat se metió en todos los recovecos durantes las protestas de Panamá en 2023, viajó con barras bravas en Colombia, cubrió las marchas en Perú, se fue solo a Haití cuando nadie quería ir a Haití, y para hacer estas coberturas construía casas en Suiza o recogía cerezas en Canadá.
Con Bernat (en redes: Pelofuego) coincidí, a principios de 2021, en un taller online de periodismo de la revista 5W. Coincidimos en esos recuadros de pantalla que apenas permiten saber quién está detrás. En abril de 2022 nos cruzamos en un hospedaje en el pacífico colombiano. “Tú me suenas”, “tú a mí también”, y tardamos una tarde, dos cervezas, una noche y un barco de regreso a Buenaventura en acordanos de aquel taller digital e inutil -diría ahora. No creo que se pueda enseñar a escribir, a mirar. Tampoco a dormir en el suelo, como demanda esta profesión.
Desde el Cauca, Colombia
Por Marta Trejo
A Marta la conocí dos veces. A todo el mundo se le puede conocer dos veces, se le debe, diría. La primera vez nos saludamos, mua, mua, en el último rincón de Colombia, y compartimos verbos y planes unos meses. Ahí suele quedarse el asunto: conoces a alguien y listo, dale, compartes la vida el tiempo que sea menester (cuidado: hay gente que llega a casarse con una persona que solo conoció una vez). La segunda vez que la conocí, un año y medio después, en el mismo rincón de Colombia, me senté a fumar en su balcón durante cinco semanas y le conté el cuento largo del hombre triste, el mío. Que resultó encontrar reflejo en ella. Me dio un colchón, una cocina y un par de buenos oídos. Hablamos hasta la extenuación de los pulmones, y mojamos el Cauca con agua salada. Soledades compartidas en Santander de Quilichao, un pueblito grande en el suroccidente colombiano, cerca de Cali, lejos del mundo.
La vida de Marta podría ser un reality show. Vive en un lugar complicado (para muchos de nosotros/as, europeos de aceras y alumbrado público), y desde allí me hace una enmienda, los dos últimos minutos del último audio, que recomiendo escuchar. Y también defiende, un poquito, la precariedad.
¿Has llegado hasta aquí? Gracias por acompañar este amago cultural: 55 minutos de lectura y otros poquitos de audios y vídeo. Lo más analógico que se puede hacer en Internet.
Buen trabajo, Juanjo. Gracias. También por ofrecernos distintas ópticas, todas de primera mano, sobre lo que sucede cerca y lejos. Y gracias a quienes en tu "amago cultural" nos ofrecen sus miradas. Ha sido un regalo conocerles. Abrazos.
Qué lindo! Genial iniciativa! Me parece genial la idea de Marta de escribir sobre diferentes formas de ver la precariedad desde la diversidad de realidades! 10 puntos!