¿A qué distancia está el futuro?, me pregunto mientras conduzco mi auto por la avenida Catorce. La lluvia cae en orden, vertical. Algunos charcos, paraguas. El invierno aúlla esta noche de febrero. El mes más estúpido del año, cortito, lo estafaron. La lluvia, que debería lavar todo, lo atasca de mugre. La ciudad es una mugre. Y encontrar al imbécil de Román en estas condiciones climatológicas no es fácil.
Román vende cocaína. “¿Cuánta?”. “La que necesito”. Ese es nuestro diálogo hollywoodiense cada vez que nos vemos. Parece mi analista. Porque sabe la que necesito. Y me la da. Él sabe que no he perdido todavía, que solo me he rendido, un ratito, banderola blanca para recuperar el aliento que demandan las semanas de lunes a domingo que se repiten de lunes a domingo hasta que colapsen mis riñones. Me han dicho que tengo los riñones frágiles. Y la fragilidad no me asusta. La fragilidad es lo que conozco. Si las cosas se rompen es porque son frágiles. Y tantas cosas se rompen. Está bien romperse. Yo me he roto muchas veces. Uno se rompe y encuentra su descosido. Rompo la roca de cocaína encima del móvil, con el dedo, no llevo tarjetas, he vuelto a usar efectivo, y hago dos líneas desiguales, guardo el resto, espiro, aspiro, una meditación guiada por la hoja andina. No sé cuánto de los Andes quedará en este blanco granuloso. No sé cuánto queda de mí en este cuerpo enflaquecido.
Fuera de mi cabeza tengo una vida normal. Es decir, nadie se da cuenta de mi neurosis, de mi adicción. No es peor dudar de tus pensamientos que tener tres hijos para no pensar. Ni es peor drogarte los fines de semana que gastar tu dinero en apuestas online. No quiero pensar más en lo que soy, en lo que dejo de ser, por eso tomo mercancía del otro lado del mar. No tiene mérito la elocuencia de estas noches, cuando me tropiezo en los bares y hablo por los hombros con los inadaptados. El cliché de los inadaptados y los bares es tan cierto como el sol brillante de las últimas mañanas de verano, las que pasé con ella, claro, sí, la adicción también tiene nombre de goma de pelo y café caliente. Yo vivía tranquilo en su calle, y ahora es una calle cualquiera.
II
Hoy desperté en una casa que tampoco es la mía. Una chica duerme de espaldas a todo. Tiene una cama cómoda. En la nevera hay un imán de Tulum, una botella de agua que me dice que hace días que no bebo agua, dos yogures vencidos que también me llaman vencido a mí. Salgo a fumar y fumo. En el balcón me pega un viento caliente, por fin es verano en la ciudad en la que vivo. No tengo mucho que hacer, es viernes, ayer salí, volví a salir, había olvidado el gusto de estar vivo que producen cinco vasos de cerveza. Luego desperté aquí.
Vuelvo al cuarto, que tiene oscuridad suficiente para que durmamos un día entero. Eso dijimos ayer: “durmamos juntos, olvidemos que no sabemos compartir la cama, por un rato, quédate por un rato”. Yo tengo la cabeza entre muros, cárcel de piedra. Sus ojos de nubia, sus comisuras de Tenochtitlan, las civilizaciones que construyo cuando me enamoro. Luego todo en ruinas, saqueos y desgracia. Me gustaría que contigo fuera distinto, le digo mientras duerme para no decirle. Me gustaría que viviéramos juntos sin pensar que estamos juntos. Que fuese una provisionalidad de muchos años. Que yo pudiera poner clavos y cuadros en tu pared. Que no tuviera que abandonar tu cama para que duerman otros. Que no me hiciera el cuento del exiliado a partir del quinto día del segundo mes, cuando ya crea que no puedo vivir sin tu mirada encima de mí. Sin tu cabeza encima de mi pecho boca arriba. Tengo el diafragma como el jilguero de las minas, alerta de que falte el aire y no podamos salir. Me tumbo a su lado. No se lo digo. Pero quiero cambiar mi caballo por su casa.
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