Hay pocas revistas de viajes que publiquen sobre viajes. En general quieren restaurantes, hoteles, tours, clics. Lo llaman viaje, pero lo podrían llamar “lo que haces en tu casa en otro sitio”. Sofía G. editaba Perronegro, la revista de crónica viajera más leída en Hispanoamérica, donde sí que cabía la literatura de viaje, escribir en primera persona, contar las regiones a través de las historias de los hombres y mujeres que las conforman.
La vi por primera vez en la presentación de uno de sus libros. Sofía G, además de editora, es una escritora de larga tirada y muchos tatuajes. En eso andaba yo, escudriñando su piel manchada, intentando leer las formas verdes y rojas de sus brazos, cuando citó unos versos que me devolvieron a la conversación: “Si no entiendo/ si vuelvo sin entender/ habré sabido qué cosa es/ no entender”. Relacionaba a Pizarnik con la buena práctica periodística. “Es mejor volver sin respuestas que con conclusiones torpes”, decía a todos los protocronistas que nos habíamos acercado a escuchar a una de las editoras más jóvenes y respetadas del continente. Allí estábamos, tomando notas y esperando, con la fe de un converso, poder cruzar unas palabras con ella y ofrecerle alguna historia para Perronegro.
En las cervezas posevento se armaron varios círculos y me tocó hombro con hombro con Sofía. No pensaba desaprovechar el azar: “Me resulta impecable leerte, siempre estás en mi mesilla de noche”, dije. Apenas esbozó un gesto, una respuesta, y ya le estaban agasajando dos periodistas estadounidenses. Yo me quedé pensando* que había sido demasiado atrevido, o demasiado imbécil, uno nunca puede estar seguro.
Cuando fuimos quedando menos, volví a tener ocasión de acercarme. Compartimos licores y le interrogué sobre algunos de sus libros. Sofía escribe empujada por cuatro olas de feminismo, por todos los cronistas latinoamericanos, por los poemas que, según me cuenta después del segundo tequila, le leía su abuela de pequeña.
El bar cerró. “Qué puta lluvia horrible, si hubiera una ciudad en el mundo en la que no viviría sería Bogotá”, le decía a Sofía mientras mis pies chapoteaban en mis calcetines saliendo del bar. Llevaba dos días en la ciudad y en tres días me iba. No sabía, claro, que estaría a punto de quedarme a vivir en esa ciudad sin cielo.
En la nevera de Sofía, la mejor cronista latinoamericana, hay dos yogures, cerveza, queso y añoranza, que se puede comer con todo. Una casa grande, de dos plantas y dos cristaleras. Un gato gordo y uno atigrado. Y un salvavidas: la torre de libros que custodian su cama. Un cuadro de su último novio, pintor de galerías y galones. Dos fotografías de su último otro novio, fotógrafo del New York Times. Una trilogía de las novelas de autoficción más leídas en Colombia, firmadas por su otrora último novio. Y después de aquella noche de tragos y de esta elipsis, también estoy yo, un mediocre escritor de viajes, tumbado en su cama.
Secuestro el poema del poeta nicaragüense y cambio Nueva York por Bogotá:
Si tú estás en Bogotá
en Bogotá no hay nadie más
y si no estás en Bogotá
en Bogotá no hay nadie
Me salvé del naufragio. El día que me iba, me dijo: “quédate en Bogotá conmigo”. Y me quedé, claro que me quedé. Y fueron tres meses antes de acabar, de nuevo, cansado, borracho y perdido. Sofía me partió en dos. Y por eso me salvé del naufragio, porque haberme ido, haber negado el camino, aprendí, hubiera significado hacer un hueco gigante a la duda*. No quise despertarme pensando en Sofía tantas mañanas. Me quedé, me partió en dos y ahora sí: ahora me voy.
Bravísimo !!!
🌹