Hola, Rosario, mi amor de siete primaveras:
Sé que teníamos un acuerdo: no volver a hablar. No enviarnos mensajes, no llamarnos. Nos hubiéramos prohibido pensar el uno en el otro si hubiera forma de extirpar los recuerdos. Hubiéramos borrado las tardes en el Retiro, los besos en el malecón, las discusiones con finales entrópicos y sexuales, pero qué sentido tendría la amnesia del amor. Hace 38 días que me fui. Hace 38 días. Y cada día empiezo un correo como este. Creo que no debe haber nadie más infeliz en el trópico. Tengo el trabajo que todo periodista querría, pero, ahora, los colibrís, que siempre me han generado alegría y sonrisas, me parecen seres castigados por las velocidades del mundo, por su metabolismo; porque no pueden parar, porque necesitan energía, más, continuamente, y me da tanta tristeza ver colibrís que no sé dónde encontrar consuelo. Si los atardeceres y las nubes dejan de ser aliadas de mis ojos, pobres ojos, no me quedarán muchas opciones. Llueve tanto ahí fuera que cualquier casa puede deshacerse, batirse contra el suelo, así como yo puedo perder el paso en cualquiera de estas tormentas, lluvias, desvelos que azotan el hueco entre mi esternón y tus últimas caricias.
No son noches plácidas, ninguna lo es después de haber escuchado la música de tus suspiros. No puedo escribir tu cuerpo porque me enfermo, de rabia y de ardor, y llegan los tambores de medianoche. Hay días que imagino tu silbido en la ducha y ese día no me ducho cuando veo que no hay nadie más que yo frente al espejo donde nos deberíamos estar besando. En el espejo, mi cuerpo: mi cuerpo colgado a la espera de tus manos, que lo amasaban con la certeza de hacerlo prender tu vientre. El sexo lento, cuando nos encendíamos y tus piernas arqueaban mis dudas y la humedad de tus ventanas cobijaban toda mi carne, que bombeaba por ti, por tus tetas de molde, por tus besos prístinos, por tus caderas estrechas y diluvianas, que apretaban mi razón, que aún la aprietan. Y no es que eche de menos solo el sexo y tu forma de levantarte el vestido cuando llegabas a casa, y de inclinarte sobre la pared cuando te besaba el cuello y decías fuerte, y fuerte. Echo de menos el resultado de eso, lo anterior a eso, el ciclo enmarañado de conversaciones, bromas y miradas que desembocaban en el sexo como desembocan los ríos en el mar. La lluvia y el mar y las nubes y el charco son lo mismo. De la misma manera que tus miradas, tus oídos en mí, tus nalgas en mis piernas, tus respuestas amables y firmes, tu manera de presentarme a tus amigos, tu decisión de ser noble, tu forma de follarme al despertar, tus anhelos y dudas, tus te quiero son lo mismo.
Desde el día que te dije que tendría que irme, desde ese día sigo aquí. Igual que hay gente que cuando dice que se va hace mucho que ya se ha ido; conmigo, contigo, es al revés. Yo te dije que me iría, y me fui, pero sigo agarrado a tu mano en el paseo de vuelta a casa. Aquella noche no acabamos el pisco, ni terminamos la comida de nuestro querido Guatón, no hay restaurantes como el Guatón donde estoy ahora. Tampoco quedan miércoles como los nuestros. Cuando entraste a casa y dejaste el bolso, no había consuelo. Tuvimos que llorar por 60 minutos, que son largos cuando no hay horizontes en común. Esa mañana fui el tipo más feliz de Carabanchel, esa noche creí ser la peor persona del mundo. Agarraste la guitarra, porque indudablemente sabes cómo endulzar los peores tragos, cómo suavizar los arañazos de las costillas y sacaste un poco de la desolación. “Ahora parece que yo/ debo mirar hacia el mar/ descubrir la noche y/ su reflejo entre los botes/ Mañana vas a encontrar/ una flor que te dejé/ contra el pecho abrazarás/ su suave fuego”, cantaste con la voz aguda que se te pone cuando las lágrimas bailan. Y no supe cómo lidiar con tu belleza, con tu elegancia para decirme sin decirme “ve, es tu camino, no puedo pedirte que te quedes”. Y yo no quise quedarme, pero lo habría hecho, me hubiera quedado contigo, en mi precariedad, en tus proyectos nuevos, en mis tardes sirviendo cervezas y cacahuetes. Mi camino eres tú, mi camino eras tú. No hay revista que pueda colmar mi orfandad como dormir contigo, no hay editor que sepa besar así, no hay dinero que agarre mi mano cuando me atormento con el cielo azul. Te quise decir que solo tenías que pedirme que me quedara.
Sé que esta carta es cobarde, porque no digo que quiero volver contigo, ni digo que quiera dejarte. Digo y no digo, nada más cobarde que esconderme detrás de las palabras. No puedo esperar que perdones estos párrafos llenos de plomo, mercurio y metales pesados, que hundirán tu cuerpo, como hunde el mío pensar en tus noches sin mí. Si fuera mejor de lo que soy borraría esta carta, haría algo, tomaría una decisión: quiero mi vida, quiero la tuya, quiero la nuestra, no hay margaritas en la selva para encontrar respuesta. Sueño con irme, con no estar aquí. Aquí estoy, sueño con irme.
Si tampoco mando esta carta, como las 37 anteriores, la doblaré y la pondré sobre mi pecho, tu última caricia.
Querido Juanjo: sabes que me encantan todas estas entradas, pero, sin duda alguna (al menos de momento), esta es, a mi parecer, la mejor que has escrito de estos huecos y vacíos. Me ha matado, por cierto, aunque parezca una memez, lo de "pobres ojos". 😥
Este texto remueve hasta a una piedra. Qué llorera. Con tus palabras, metáforas y descripciones despiertas sentimientos que más de una vez o dos! 💪🏽