Llevo tres semanas en lo más alto del río Yurumanguí, a cinco horas de lancha de cualquier cine, librería o señal wifi. Diría que veo a Rosario entre la gente si no fuera porque estoy en una comunidad afro. Digo, sin embargo, que la veo en la mirada de las mujeres, en las manos callosas de los hombres, en los juegos de los niños, en los almuerzos con yuca, en la negrura de la noche, en el reflejo del río. La rutina me salva, por ahora: a las seis desayuno en la cocina comunitaria, donde siempre están Juana, Gorgonia y Angélica y mastico arepas en el amanecer silente. Hasta las siete, cuando me pasa a buscar Camilito para bañar en el río, repaso las notas del día anterior. Aunque digan eso de que uno no se puede bañar en el mismo río porque ni el río ni la persona son el mismo, me baño siendo el mismo desgraciado que ayer, el mismo desgraciado que se fue de Carabanchel. El agua fresca, a pesar de mi falta de ganas, me vigoriza, y me empuja hasta la reunión de las siete y media de los corteros. Lo que me ocupa aquí: escribir la historia de los cortadores de madera en el río Yurumanguí. Antes de las ocho salimos al monte. Acompaño a Cachai y Drexle hasta el segundo valle, donde tienen sus hectáreas de selva, donde cortan y sacan madera y sustento. A las tres volvemos, con la puntualidad de un tren inglés, después de mosquitos, sudor y fango y con más de mil palabras escritas en el teléfono. Cachai y Drexle me explican el oficio, el pueblo, el río mientras abaten y cargan troncos. Comemos donde Doña Eulalia, que tiene una sazón -o nosotros un hambre- inigualable y caemos en el río, a desembarrarnos y a buscar la fuerza, otra vez. Aquí empieza lo complicado: prefiero los mosquitos de la selva que tener tiempo para pensarte. Hasta las seis, cuando ceno con los mayores de la comunidad, que han aceptado mis preguntas y compañía, no tengo nada que hacer. Intento leer, intento escribir, intento intentar algo, pero no salgo de ti, de tu dorso, de tu palma, de tu envés, de tu lomo, de tu zaga. Dedico tal cantidad de tiempo a pensarte que ya debería haber resuelto algo. Sin embargo, no, nada, casi, a veces, nada.
Lo malo de estar aquí es que todos te conocen. Y no cejan en su empeño de que les cuente qué pasó, por qué esta vez no has venido a descorchar la risa y la ternura. Yo digo poco, les digo que vendrás, que no ha pasado nada, que estamos juntos, que solo necesitábamos un tiempo aparte, que cuando me vaya de aquí iré a tu encuentro. Yo sé que no, que eso no pasará, pero qué importa, qué le importa a Jeisson, que siempre te vio como a una mamá, a Darline, que repite tu nombre todas las noches, o a mí, que perdí la fe que nunca tuve.
La esperanza debería ser solo una señora de barrio. Y los recuerdos un cajón que abrir a voluntad no un goteo incontrolable. Sigo escribiendo mi diario, solo para saber que he vivido, lo olvido tan fácilmente. En un documento de Word tengo toda nuestra historia y gran parte de mi vida. La palabra que más repito no es amor, es casi. Y mi entrada favorita es la que escribí cuando salí de tu casa el 16 de septiembre.
Parte VII. Domingo, 16 de septiembre de dos mil nunca.
Anoche conocí a Rosario, una muchacha que no sabe nada de mí. Una gran ventaja para ser yo mismo, de una vez por todas. Después de escucharla recitar unos poemas me acerqué a ella con la confianza del que cree que las cosas pueden salir bien. Y caminamos. No miré el reloj hasta que el reloj salió por el horizonte, brillante y naranja. (…)
"Yo sé que no, que eso no pasará, pero qué importa, qué le importa a Jeisson, que siempre te vio como a una mamá, a Darline, que repite tu nombre todas las noches, o a mí, que perdí la fe que nunca tuve." Ouch. 🫠 Fantástico giro el de la Parte VII.
Te leemos (creo poder decir que con devoción) en un tren a su paso por tu tierra.