Esta mañana me despedí de Yurumanguí. No quería quedarme solo, más solo, pero no podía extender los días. Cinco horas de lancha, tres de autobús y un avión hacia Bogotá. El capitán avisó de que habría turbulencias, también dijo que podía asegurar que no causarían ningún daño. Empezaron y fueron fuertes, agitadas, turbulentas, claro. Yo, en alguna de esas batidas, pensé en caer con el avión, en el alivio de no terminar este libro que nadie me pidió, en no tener que superar mi historia con Rosario, en no tener que aprender a dejar de ser inseguro. La seguridad que da la muerte. Pensé que no tendría que pagar más alquileres ni tomar más cañas con gente que me aburre ni mandar más mails y saludos cordiales ni pretender que me vuelve a gustar alguien más. Estoy más vivo en las turbulencias, en la amenaza de que esto acabe. Si existiera un botón para desaparecer sin dolor ni angustia para tus queridos, ¿cuánta gente lo apretaría?, me pregunto buscando el botón.
Busco el botón por el avión, en verdad estiro las piernas, y la azafata me dice que debo sentarme y ponerme el cinturón. No entiende que mi vida está patas arriba, y que cuando eso sucede nada importa: ni siquiera las señales para ponerse el cinturón. Obedezco porque soy dócil y suelo evitar el conflicto, eso dice mi analista: un argentino que usa los silencios mejor que el Loco de la colina. En nuestras sesiones de los miércoles, a veces pienso que se ha colgado el Internet, pero no, el único colgado es él, que se queda quieto saboreando mis palabras y poniéndome en el aprieto de creer que he dicho algo sumamente estúpido. Dice que mi inseguridad es por la muerte de mi padre, que tuve una gran traición y que por eso creo que todo el mundo me va a traicionar. Yo no creo que nadie me vaya a traicionar, pero me tambaleo cuando pienso en quedarme solo, en arrastrarme por el mundo sin alguien con quien tomar café, con quien mirar la televisión, con quien comentar la forma de las nubes y mirar esa primera estrella que brilla cada noche. Rosario me dijo que se llamaba Sirio y no hay noche que esa estrella no me recuerde la desnudez de la muchacha más linda del hemisferio que ella esté pisando. Hasta hace poco tenía dos terapeutas y me decían cosas tan diferentes que invalidaban ellos solos todas las escuelas psicológicas. Al principio fue una prueba, para ver con quién hacer el tratamiento. Luego, dócil y evitativo como soy, no pude decirle a ninguno que lo dejaba y he gastado mucho más dinero del que tengo. En fin, enamorarse sale carísimo; desenamorarse, también.
Un rosario de Rosarios me pareces.