Anoche conocí a Rosario, una muchacha que no sabe nada de mí. Una gran ventaja para ser yo mismo, de una vez por todas. Después de escucharla recitar unos poemas me acerqué a ella con la confianza del que cree que las cosas pueden salir bien. Y caminamos. No miré el reloj hasta que el reloj salió por el horizonte, brillante y naranja.
Caminábamos casi cerca, a medio metro. Y no es raro que yo sonriese sin parar porque su elocuencia haría reír a un general del ejército. El autobús 118 pasó por la avenida varias veces, si pasa cada 15 minutos debimos estar allí una hora y media, dos horas, no sé, solo miraba y asentía y contaba las bobadas que cuento siempre que quiero impresionar a alguien. Rosario tiene paciencia en la lengua, palabras justas y mofletes rosados. Se levantó y dijo que la librería de medianoche abría ahora, que es el secreto de la ciudad, que yo tenía cara de guardar secretos.
La seguí por una ciudad desconocida, confiaba en ella, en su forma de caminar, en sus labios, que eran una zanahoria que alcanzar, en sus manos, que se movían por el aire acompañando sus palabras, como si tocase un violín, como si hablar fuera verbo y música. Los ojos de Rosario se movían rápido cuando pensaba, y pensaba mucho. Me explicó cosas que no entendí. En Chile un poeta es más que un novelista, y la realidad solo es comprensible en forma de ficción, y me habló de la ontología de las salchipapas, porque no hay nada más metafísico que el hambre, y tantos nombres de escritoras, y tantas becas que aplicar y ella parecía saber mucho más que yo: y yo no entendía por qué estaba pasando esta noche conmigo.
“Ni se te ocurra escribir sobre esta librería, periodista”, dijo antes de girar el picaporte en el último piso de un edificio donde, en apariencia, no sucedía nada. Tres horas después, tres bailes y tres vasos después me agarró la mano y dijo “vamos”. Y le pedí una foto del lugar y de ella y le pedí escribir solo cinco palabras en mi libreta, para recordar esta noche, estos libros, este refugio: “Saxofón. Cristalera. Bahía. Humo. Guerra.”. No aceptó la foto. Aceptó las palabras. Le dije que podría llamarse Guerra, que Rosario era demasiado divino para un asunto tan terrenal. También quise preguntarle si mi boca sabía a wiski, si esta noche podría durar trescientas noches, si podría quedarme con ella y sentirlo todo, sentir incluso su ausencia, sentir que se acabó el tiempo, que el césped no crecerá más, sentir que no me importa. Por suerte solo le ofrecí un cigarro.
Parte VIII
Esta mañana me despedí de Yurumanguí. No quería quedarme solo, más solo, pero no podía extender más los días. Cinco horas de lancha, tres de autobús y un avión hacia Bogotá. El capitán avisó de que habría turbulencias, también dijo que podía asegurar que no causarían ningún daño. Empezaron y fueron fuertes, agitadas, turbulentas, claro. Yo, en alguna de esas batidas, pensé en caer con el avión, en el alivio de no terminar este libro que nadie me pidió, en no tener que superar mi anhelo de Rosario, en no tener que desaprender inseguridades ni complejos. La seguridad que da la muerte.
¡Menuda noticia!, no por deseada menos sorprendente: resulta que estás escribiendo un libro. Vas a tener muchos esperando su nacimiento.