Un bar de Ámsterdam
Se sienta en la única mesa tranquila que hay entre las dos zonas concurridas del bar: entre el interior, ruidoso y espirituoso, y la terraza, ventosa y alquitranada. En esa zona de paso en la que se acomoda, aislado por sendas puertas de cristal y expuesto como un delfín en un acuario, abre un libro y se pone a leer, como si estuviese en una biblioteca o un café, como si los cubalibres, escociacolas, rusialimón no atiborrasen los gaznates de decenas de turistas, viajeros, buscavidas; como si el rock británico y estadounidense no tronase por los altavoces. Él se sienta, allí en medio, y lee.
Se acerca a la barra y pide una botella de agua y dos coronas. Deja propina y varios gracias, amables y casi silenciosos. Vuelve a su pecera y pone la botella de agua frente a él, las dos coronas al otro lado de la mesa. Al poco aparece alguien, deja el libro, se abrazan y empiezan a charlar. La palabra escrita se convierte en diálogo, al revés de lo que pasó hace 2000 y tantos años. Quizá hablen de poesía neerlandesa o quizá de Gran Hermano. De cualquier modo, hablan y ríen.
Al rato, el lector y bebedor de agua se marcha. Me han contado que viene mucho al bar, que siempre pide agua para él y coronas para su amigo, que se sienta y lee y escribe pese al ruido inútil de este bar, que ha escrito un libro y que nombra a uno de los camareros.
El amigo se queda solo y cambia de mesa, pide dos coronas más -están en oferta. El bar se llena y se acelera. Pide otra ronda y otra. Van ocho cervezas. Me pregunto si su amigo, el del libro y el agua, sabe que este se queda aquí bebiendo.
He intentado hablar con ellos, pero siempre me interrumpe algún sediento -de licor y de atención.
Me han contado muchas historias en estos meses de barra: vienen y me explican cosas, vienen y me cuentan hazañas, vienen y airean sus vanidades. Y, de todo lo que me cuentan, nada me interesa más que lo que no me cuentan, que la gente que no lo cuenta.