Cuando llegan los días festivos, en este caso semana santa, hay que armar la valija y salir a caminar. Caminar hacia la costa. Cali está a 50 kilómetros, una hora y media en autobús; la distancia -y el tiempo- tienen normas distintas en el trópico. Y Buenaventura, enorme puerto milmillonario -y enorme ciudad mil veces pobre- del pacífico colombiano, está a 114 kilómetros de Cali, tres horas en autobús; de nuevo, la distancia y el tiempo mutan, como si la carretera hasta el mar se expandiese al ritmo que lo hace el universo. De Buenaventura se llega a las playas, la lancha demora una hora, y aquí ya sí que no sé qué pasa con el tiempo, pero, al llegar, los minutos hacen cabriolas entre la selva y el mar.
En Cali las plazas y las esquinas anuncian recuerdos. Aunque “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, volví, por unas horas. Y, claro, la ciudad era diferente, la gente era otra, y yo ya no era el mismo. En Cali empezó la serie de extrañas coincidencias. San Antonio, la Loma de la Cruz, el Boulevard, el Museo de la Tertulia, la Topa Tolondra, un recorrido habitual en Cali: capital de la salsa, sucursal del cielo. En la última parada, enfrente de la Topa Tolondra: ilustre local de baile, me topé con una cara conocida, una cara que no reconocí al momento. Nos cruzamos y nos miramos; ya cruzados nos volvimos a mirar, tenía que ser, y era. Nos conocimos en Costa Rica, en un pueblito de la costa caribe, en las navidades de 2020, las últimas de la era pasada: “¡increíble encontrarte aquí!”, “¿qué haces aquí?”, “no puedo creerlo”. Me fui a dormir con una ligera sensación de extrañeza: Latinoamérica debe ser un lugar pequeño.
Ya en la playa, en un pueblito pequeño y sin pavimentar, entre la lluvia, el barro, el sol y los manglares, continuaron las coincidencias. El hospedaje tenía un vecino ruidoso que ponía música, durante las horas centrales del día, a un volumen de discoteca en horas centrales de la noche. Leer era casi imposible, pero sesudo y juicioso me arrastraba por las páginas de la novela filosófica que acaba de comprar y que, honestamente, no acababa de entender. El hambre y encontrarme con la palabra neguentropía arrodillaron mi voluntad, cerré el libro y me levanté del colchón. Una familia -padre, hija e hijo. Lo normal en Colombia es encontrar madres con hijos, y padres ausentes- se sentaba a la mesa del hostal/restaurante/cantina y disfrutaba del almuerzo en silencio, sometidos por las pasiones musicales del vecino. Nos sobrepusimos a la música y charlamos: charlamos durante la sopa, el arroz y la carne, dos cafés consecutivos y una botella de viche (licor de caña de azúcar típico del pacífico). El padre se dedicaba a investigar, eso dijo, y era cierto, se dedicaba al “pirateo” académico; a elaborar trabajos de grado, de maestría y de doctorado para estudiantes con dudosa vocación. A estas alturas debía tener decenas de grados, un saco de másteres y no pocos doctorados. Física, ingeniería, filosofía, aceptaba todas las materias y trabajaba de lunes a domingo: “cuando se acercan las entregas apenas duerme”, advirtió la hija. Entre la carne y el café, apenas quince minutos después de sentarme a la mesa con ellos, el padre lo dijo: “tengo una teoría por confirmar, una teoría sobre la neguentropía en el ser humano”, o algo así, no recuerdo exactamente, pero, de nuevo, neguentropía. 30 años sin oír la palabra y 30 minutos con la palabra golpeando mi ignorancia.
Durante el segundo café, después de la segunda coincidencia, se sumó alguien más a la conversación: un hombre, alrededor de mi edad -supongo que a estas alturas ya somos hombres-, que acababa de salir de su tienda de campaña. Había llegado a Colombia unas semanas atrás y su objetivo era hacer un documental -reportajear, grabar- el proceso electoral en ciernes en el país, el paro nacional – así se llamaron las protestas sociales del 2021-, las barras bravas. Desde el primer momento su cara, de nuevo, me resultaba conocida. Un par de viches después, le dije: creo que te conozco. Tú también me suenas, fue su respuesta, pero no supimos de qué, por qué. El domingo, día de resurrección y de vuelta a Buenaventura, cogimos la misma lancha y ahí sí: nos conocíamos de un taller online de periodismo narrativo que cursamos hace un año. La virtualidad no hace prisioneros, el recuerdo era vago, la coincidencia mayúscula.
Un amigo italiano, ante las dudas infinitas y la inexplicable existencia en que navegamos, siempre decía: “estamos en el buen camino”. Sigamos caminando.
Qué bueno leerte ahora por alla!! Me encanta