No sé qué es lo peor que puede pasar. Diría que la muerte. Que tiene seis letras y tritura al abecedario. Hay que empezar los textos con una frase que enganche, llega tarde, pero llega: ahora estás muerta. No me llamas, no te llamo, yo también debo estar muerto. Y vivimos. Tú en lo tuyo, yo en esto, que debe ser lo mío. Ha muerto, pues, lo nuestro. Que es muy cursi. Que es muy cierto. Compenso: tengo varios cuadernos escritos de obscenidades. Escribo con detalle nuestra desnudez, tus labios, los movimientos, salivas, posiciones. Todo muerto. Lo cursi, lo obsceno. Escribo lo obvio: lo que hace todo el mundo, uno se siente especial por follar con fruición, con amor descabalgado, por retorcerse en un sofá, en una ducha, en una encimera. Todo muerto. Me doy cabezazos en la encimera donde me dabas sosiego. Porque con tu mano en mi garganta y tu clítoris frotando mi barriga el mismo trabajo que hoy me aliena no existía, porque no había alienígenas ni humanos ni otredad ni asfalto en la calle de la biblioteca de esa ciudad tropical. Lo obvio es que te echo de menos y que las cartas de amor se acumulan en mi buzón. Ahí las dejo, para no enviarlas. Si por casualidad las lees, si algún cartero estúpido las lleva hasta tus dos ojos, que ahora deben estar enrojecidos, no creas nada de esto, y disculpa el inconveniente. No me acuerdo de ti los martes. No me acuerdo de ti los viernes. No me acuerdo de ti al pasar por el parque donde cae el sol. No me acuerdo de ti cuando veo enamorados sentados en los bordillos. No me acuerdo de ti, ni siquiera ahora que me acuerdo de ti.
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La veintitantos, o sea, esta, también sin desperdicio; comienzo incluido.