En Colombia se baila. Y ella bailaba la salsa, el merengue, el reggaetón de la misma manera que las nubes se descargan en el trópico. Cuando los pies de Manuela pisaban las baldosas de la calle del Pecado, en el norte de Cali, ya no me quedaba cordura, solo aguardiente. Hubieran visto a esa muchacha menuda bailando frente a mí, con el pelo del color de las llamas, el vientre firme y el flequillo tan recto como su mirada en mi mirada. “Dale, no es difícil”, decía sin pronunciar la ce, y se reía con descaro mientras sus pasos levantaban el polvo del suelo. Alrededor era viernes noche y los caleños abarrotaban los parlantes. La calle del Pecado es una discoteca de pies ligeros, güiros y timbales. El que no conozca Cali al caer el sol no sabe lo cerca que están el cielo y el infierno.
“Vamos a ver a unos parceros”, me dijo agarrándome la mano y sacándome del tumulto. No podría describir la forma de su falda larga: tenía un corte a un lado por donde asomaba su pie derecho, su pierna derecha, su cadera derecha. Nadie camina en la noche caleña, “es peligroso”, te dirá cualquiera que esté conforme con su vida, pero Manuela, actriz de teatro, conoce su escenario, se mueve por la ciudad como un gato y nunca se ha subido a un taxi. La falda larga, el corte a un lado.
“Vení, lindo, tú quieres darme un beso, ¿no?”. Y de puntillas me atrapó la boca y me atrapó el torrente sanguíneo, y le agarré el culo y le dije “quién no querría darte un beso”. Me guiaba entre las calles y las sombras; entre las esquinas donde no hay farolas; entre los habitantes de calle, que caminan lentos, casi desnudos y flemáticos y parecen no tener edad. Encima de uno de los puentes que cruzamos, donde el tráfico de luces rojas fluye hacia las afueras y la ciudad se transforma en demiurgo, nos volvimos a encarar la boca y pensé que los puentes son el Titanic de los pobres.
Manuela no habla de su vida, cuando le pregunto me mira a los ojos dos segundos y me cuenta qué funciones de teatro tiene por delante. Otras veces me habla de los tombos o de su vieja bicicleta. Siempre lleva marihuana y estoy seguro de que también guarda una navaja en el bolsito que le cruza la espalda. Yo diría que Manuela vive en un eclipse, ella dice que tomemos otro trago.
A la izquierda de una avenida con aceras estrechas, entramos a un túnel. “Ya hemos llegado”, sonríe, y me clava otro beso. Al fondo hay un pequeño escenario y cien o doscientas personas en grupos. Las luces son dos neones y muchas velas. Manuela saluda y saluda, a veces me presenta. “Un español”, dice, “pero es buena onda”. Suena Desapariciones, de Rubén Blades, y los punkis, las hippies, los que venden, los que hacen malabares en el semáforo, las de UniValle, los de la primera línea dejan las conversaciones y corean con las manos en alto: “¿Adónde van los desaparecidos? Busca en el agua y en los matorrales ¿Y por qué es que se desaparecen? Porque no todos somos iguales ¿Y cuándo vuelve el desaparecido? Cada vez que los trae el pensamiento ¿Cómo se le habla al desaparecido? Con la emoción apretando por dentro”.
“Han puesto una vela por cada uno que desapareció durante las protestas”, dice Manuela a mi oído, y cuento tantas velas reflejadas en sus párpados que hasta hoy siento su aliento trémulo. Manuela me lleva a la barra y me cuenta las noches de manifestaciones, ollas comunitarias y enfrentamientos con la policía del último año. Me muestra una cicatriz debajo del pelo y pide media botella de ron. La imagino en mi cuarto, desnuda y con pasamontañas. Empieza a sonar música electrónica y la revolución se pospone, o se sublima.
Esa noche le quite la falda larga, y ella me quito la estupidez europea. A caballo en la mesa, contra el armario y frente al espejo. Cogimos de pie, de mano, de uña, de rodilla, de frente, de lado, de corazón. Y en la intimidad del jadeo me dijo que quería volver a verme.
Solo nos vimos tres veces más. Manuela era esquiva, impredecible, caleña. La última vez que quedamos, pocos días antes de irme de Colombia, fuimos al hospedaje Soledad, y después de algunos reproches nos entregamos espasmódicos a los últimos recuerdos juntos. Ella se duchó y se fue, antes de medianoche, “no puedo quedarme a dormir”, y desapareció. Me quedé en ese cuarto de mala vida, con la banda sonora de un motel que cobra por horas: televisores, gemidos, música, gritos. A las seis de la mañana me despertó la señora del hospedaje. Y salí caminando hacia el sur de Cali, donde se agarra el bus hasta mi casa. Llovía esa mañana. No sé qué fue de Manuela, no sé qué fue de Cali.
Que morbo tiene Rosario ; Que morbo tiene Manuela .Y Juanjillo y su glosario, va y a las dos ... , se la cuela .
Genial, Juanjo.