No recuerdo el día, qué importa el día. Estábamos en la cama y ella me daba la espalda, digamos, o las nalgas. Su cuerpo arqueado, su pelo en cascada, y nuestras miradas en la misma dirección. Sin mediar aviso dice, lo dice, y hasta hoy lo escucho: “Vente a Colombia conmigo”. Me dieron ganas de saltar de la cama, vestirme, bajar a la calle y parar un taxi que me llevase al último pueblo de la Comunidad de Madrid, o al primero de Guadalajara, y esconderme allí unas semanas, unos meses. Por qué dijo esas palabras. Quién sabe. Pudo haber dicho “más fuerte”, o “me toca”, o “te voy a comer hasta el coxis”. No, dijo que me fuera con ella. Que a mí me sonó a un te quiero con pasamontañas, encubierto. Quise parar, pensé en parar, y preguntarle, qué dices, qué dices, qué dices, tres veces, para que no pudiera evadirse. Pero no, seguí, porque si me gustaba su humor, su inteligencia, su forma de lidiar con la tristeza del mundo, me gustaba -aún más, quizá, aunque esté feo decirlo- su cuerpo, su vientre firme, sus tetas de molde, sus ojos alterados, idos, retorcidos cuando follábamos. Entonces seguimos: ella se incorpora, hacia atrás, del perrito a la torre, su espalda contra mi pecho sudado, sus manos en mi nuca, mis labios en su cuello, la chupo, la beso, jadeantes, mi erección firme tocando el final de su interior, ella se empuja, fuerte, contra mí, me golpea con la cadera, se gira, se gira suficiente para que nuestras miradas se intuyan, la veo el perfil desaforado, áulico, me gustan sus rasgos, todos, se muerde el labio hasta casi la sangre, y dice, vuelve a decir, “vente a Colombia conmigo”. Ahora yo gimoteo, casi grito, grito, ella grita, gimotea, bufamos, desechos, vacíos, inasibles por el sudor, como una pastilla de jabón, resbalosos lado a lado, besándonos las caras, da igual, todo, babas, sonrisas, exhaustos, no hay oxígeno en la atmósfera para llenar estos cuatro pulmones, y ahora unos minutos de azucarada muerte, de inoperancia, de da igual, todo da igual, el desmayo, unos minutos gráciles antes de ser escupido al mundo físico: de nuevo solo.
Y pienso en sus palabras. Pienso que no podría irme. Que no puedo enamorarme de nuevo. Que no sabría qué hacer. Que solo sé estar solo, en un equilibrio imperfecto, estable. Que no podría dormir con ella tantas noches. Que no sé cómo ser su novio, el suyo ni el de nadie. Que no querría ir a sus eventos del trabajo, ni a las vacaciones con su familia, que no soportaría conocer a sus amigas, y a los novios de sus amigas. Pero no por ellos, no por ella, por mí. Que no aprendí a compartir el tiempo, que se me atraganta ser yo mismo más de unos días seguidos, que no sé quién soy, que estar con alguien lo evidencia, que prefiero el brío filoso del puñal: la cuchillada cruenta de la soledad. “No voy a ir. Lo siento”, digo, “tengo cosas que hacer aquí”.
Y fui, claro que fui. Dos semanas después me subí a un barco que cruzaba un océano que me llevaba al último desastre. Qué más da.
Una montaña rusa ese corazón. Cuídalo.
Belíssimo!