A las 5:30 estás en el aeropuerto. Has dormido dos horas. Esperas el taxi, esperas el control, esperas la puerta de embarque, esperas el despegue. Todo se retrasa unos minutos; pocos, pero suficientes para que te des cuenta.
El avión enfila la pista y aún es de noche, un buen momento para recuperar sueño. Tu asiento está junto al pasillo, no es fácil encontrar el equilibrio para dormir. A tu lado, una mujer con manos de hombre, pómulos de hombre, envergadura de hombre y unas simpáticas cejas sin pelo y pintadas de negro no para de buscar en su bolso; usa los codos como un pívot de Los Ángeles, no parece dispuesta a compartir el reposabrazos. Basculas hacia el otro lado, hacia el pasillo, dispuesto a ceder un porcentaje de tu legítimo espacio: no soportas más su codo. La posición escultórica de Rodin, sobre el reposabrazos libre del pasillo, no te funciona para dormir, te pesa demasiado la cabeza. Pruebas otras posiciones. Imposible.
A tu alrededor todos duermen.
Apoyas la cabeza en el asiento de adelante convencido de que así podrás dormir un rato. En efecto, la posición es perfecta y ya, ya está, te estás quedando dormido. El avión torna cuna. Notas cómo te vas. Dormirás hasta el aterrizaje.
No pasan dos segundos, que afortunadamente parecen muchos más, y alguien te toca la pierna: dos veces, seguidas y firmes, dos veces, pam, pam.
Abres los ojos y otros ojos te miran, muy de cerca, con airada molestia. El asiento del asiento de adelante está ocupado por un hombre que, ahora mismo, tiene su cuerpo totalmente retorcido y te mira, te mira inquisidor. La palma de su mano apunta al cielo, pide una explicación; sus cejas se arquean, exigen una explicación. El derroche de lenguaje no verbal deja claro que le molesta tu cabeza en su asiento.
¿Te golpeo?, preguntas desorientado, más dormido que despierto.
Querías haber dicho: “¿Te molesta que me apoye? Lo siento”. Pero tu genuino, salvaje y somnoliento subconsciente dijo “¿te golpeo?”. Graciosa ambigüedad: “¿Estoy apoyándome demasiado en su asiento, caballero?”, o bien, “¿quiere usted una solemne bofetada?”.
El hombre no contesta y se gira. Te preguntas qué habrá entendido.
Son las 08:30 y empieza a amanecer. Estás, se podría decir, por encima de Francia; algo nada fácil históricamente. Tu desvelo encuentra un entretenimiento hermoso: al otro lado de las ventanas, los colores y las nubes hacen eso que hacen la primavera y los cerezos. Por el lado izquierdo, rayos color caramelo de miel y piña atraviesan nubes que se derriten como mantequilla: parece un amanecer en la Toscana; por el lado derecho, la oscuridad busca nuevos usos horarios y deja un rastro morado, morado sueño, morado vino: parece un fin de fiesta. Te dan ganas de despertar a todos los pasajeros. Pero solo tú y una azafata pizpireta miráis el cielo.
Media hora antes de aterrizar reparten cacahuetes. Es la hora de celebrar todos juntos, dicen por la megafonía. Suenan los cuartos y antes de darte cuenta estás atareado comiendo y contando frutos secos.
La mujer de tu lado, la del codo vivaracho, te felicita el año. Tiene una ceja medio borrada de dormir sobre su brazo. Le felicitas de vuelta y empezáis a hablar. Te confiesa que le da pánico a volar. Los diez minutos que dura el aterrizaje los pasas tranquilizándola.
Has celebrado la nochevieja en muchos sitios; nunca a cientos de kilómetros de velocidad, a las nueve de la mañana, comiendo cacahuetes en algún punto entre Francia y España y dedicando tu mejor consuelo a una mujer con una ceja extendida por su frente que acabas de conocer.
Me gusta. Me gusta que continúes. Me gusta la cotidianidad y la sencillez. Las describes con destreza. No pares, por favor. Suerte con el viaje de vuelta y con la nueva etapa que está por venir. Un beso enorme!
Pero que gran fortuna leerte. Saludos