Yo solo quiero ser un hombre bueno, pero tengo un desaliento que viene de los mares griegos, viene y sopla en mi nuca, dice tormentos, nubes, rayos, dice que no puedo acabar el día sin soplarle de vuelta mi furia, mi rabia, mi desvelo. Y no duermo y estiro la pierna para tocarla y no está. Y cuando no está, la ciudad se vacía, y me doy cuenta de la trampa: si tú no estás, no hay nadie. Si tú estás, no hay nadie. Tengo que resolver estas soledades compartidas. Podría guardarme en una vasija de miel y canela y así volverías a besarme o enterrarme en sal durante mil años para despertar antiguo y salvado. Podría dormirme en el interior de un higo y esperar la temporada de lluvias. Podría meterme en un frasco de almendras y nuez sobre la repisa de tu cocina. Podría hundirme en la cera derretida de la vela de tu salón, y endurecerme en el momento exacto en que te pones el pelo detrás de la oreja. Podría abandonar las figuras literarias y proponerme sensateces: mover los muebles, buscar lo perdido, afeitarme con cuchilla, beber 0,0, tomar notas de lo que leo, buscar otro empleo, cambiar de ropa, remontar el vuelo.
Cambio de párrafo para cambiar de ideas. Imposible. No soy dueño de mí, todavía no. La mente como herramienta, me dicen, nada más. “Si tu estómago estuviese rugiendo todo el día también creerías que tú eres tu estómago”. Me contemplo desde fuera, me ayuda, respiro. “No estás obligado a ser la persona que eras hace cinco segundos”. Me libero de los mares griegos, se calman los bufidos del abuelo viento en este rato de escritura. Tres cosas: mover los pies, las manos, la boca. Camino, preparo café y hablo al primero que ofrece unos ojos amables. No son tantos los