Vivir en Líbano, tener 34 años y no ser amado es una experiencia nada recomendable. Lo sé porque yo estuve allí, tuve 34 años y no fui amado.
Llegué en un viejo carguero. Uno de esos que viajan de puerto en puerto buscando carga ocasional para llevar no importa adónde. Era febrero. Las lluvias no llegaban. Tampoco la carga. Solo el calor. La brisa del Mediterráneo aliviaba la torridez del mediodía. Y yo encontré un alivio para mi soledad. Garda, se llamaba, como un lago, de ojos verdes y olor a menta, y en esos días vivía en Líbano, como yo, de estas casualidades se construyen las vidas. También de estas casualidades se desmoronan. Y no hay forma de prevenirse de las casualidades.
El primer encuentro fue torpe. Es fácil tropezar la primera vez. No saber dónde poner la boca ni los dedos ni los ojos. Qué mirar de un cuerpo cuando quieres todos los detalles. Yo me fijé en su barbilla, y su pecho. Ella, no lo sé.
El primer encuentro fue torpe, el segundo fue lento. Pasaron tres días hasta que pasamos ocho horas juntos. Dormí en su cuarto, de espejos y libros. En el Líbano, en esos años despojados, no había libros ni espejos. La confianza de repetir el encuentro, de elegirnos entre las turbas del puerto, los piratas musulmanes, las jóvenes griegas. Saberse elegido. Háblenme de eso todos los días que me quedan.
El primer encuentro fue torpe, el segundo fue lento, el tercero me salvó. Garda me propuso quedarme. ¿A qué? No importaba. A dejar la vida de naviero. A esperar juntos la lluvia. A entrever un paso acompasado. Yo ya tenía las matemáticas, la cuenta de las veces que besaría sus pestañas. Así fue. Así anduvimos. De la mano. Dije que no al capitán. Y me quedé en el Líbano.
El primer encuentro fue torpe, el segundo fue lento, el tercero me salvó, el cuarto dije un sueño. Me quedaba dormido después del amor, que poníamos a prueba por la tarde, con el segundo té de limón. El amor se puede hacer lento. Subes la montaña a pasitos. Subes el reguero de sudor de sus muslos. Subes tu sangre por su cuerpo que te centrifuga. Y te ensambla, y te empalma y te aleja de lo demás, de todo lo demás. Sé que está mal, pero cuando estaba con ella no necesitaba el cielo azul ni las mareas. No necesitaba el mundo. Ni pensar en el futuro. Ni armar proyectos. Ni buscar horizontes. Solo su agitación, su jadeo.
El primer encuentro fue torpe, el segundo fue lento, el tercero me salvó, el cuarto dije un sueño y el quinto llegó la lluvia. Y ella se fue. Removí el café. Cerré el cajón. Me puse la chaqueta. Salí a la calle. Líbano estaba abarrotado. En Líbano no había nadie. Anduve así, así como pude, volví al puerto, pregunté en los barcos, no estaba el capitán. Anduve así, como de luto, una sombra de mí.
Me acordé meses. De ella. De la lluvia que llegó. Qué estupidez. No creo que ella escriba nada, nada de esto que yo escribo.
Las casualidades no existen.
El amor no es atar, ni es para siempre.
Pero el tiempo que te quedaste, viviste ser amado.
Hay textos que no se comentan, se acompañan.
Este tuyo es uno de ellos.
Porque en él vive una herida que no pide respuestas, sino un lector que la sienta sin juzgar. Y aquí estoy.
Qué valiente eso de nombrar el amor cuando duele. Qué humano es confesar que la lluvia llegó… y ella se fue.
Y sin embargo —aunque no lo sepa, aunque no lo escriba— Garda vive en estas palabras. Porque el amor que no se nombra muere. Pero el que se escribe, aunque duela, respira.
Gracias por permitirnos leer tu verdad, aunque huela a menta y pérdida.