Fue uno de esos amores de película estadounidense. De dos chicos en la barra de un bar y dos amigas que entran. De “¿Ves esa chica? Voy a casarme con ella”. Y se cruzan por el bar y se enroscan en una conversación en la que ella descubre que él, además de guapo y vigoroso, es inteligente.
Ahí estaba yo, en un tugurio palentino creyéndome Will Hunting y preguntándole a mi amigo si sabía quién era la rubia de ojos alegres que estudiaba humanidades, que enrollaba los cigarrillos despacio, que le gustaba madrugar, las cenas sencillas y que siempre se le caían las cosas. Supe que era torpe en la primera cita, en la quinta supe que dejaría de contarlas porque qué payasada contar citas, y qué pocas me parecerían el día que se acabaran.
Me acerqué a ella con el aplomo de un Don Juan, de un Don Juan afásico. Todo lo que había pensado en la barra salió al revés, pero ella mantuvo el tino y con dos guiños y dos chupitos fue más fácil cruzar la noche y reírnos hasta llegar a su portal.
Estuve tentado de contarle, con ese amanecer incipiente y esa borrachera de hormonas y tequila, que fuimos felices en Madrid. Que no nos cansábamos de hablar de política, de ruptura o reforma, de hegemonía y patria, de subir y bajar en el ascensor del Reina Sofía, de meternos las manos en el Retiro. Que mi habitación daba a los tejados de los que ella se convirtió en emperatriz. Le quise contar cómo era su risa tímida antes de dormir y cómo llegó tarde a su propio cumpleaños. Siempre llegas tarde, le diría hoy en este portal, pero ella no entendería por qué se eso. Siempre pensé en ti, le diría con la luz del sol colándose por sus labios y sus despistes, incluso cuando te fuiste, pero ella, claro, no entendería qué le pasa a este idiota que acaba de conocer.
“Eres demasiado quijotesco”, me dijo un día después de muchos años sin besarnos. Dijo esto sin saber que estuve a punto de ir a buscarla hasta el sur de Francia. Durante todos esos meses que ella estuvo viviendo otra vida en el norte del mediterráneo, yo anduve preguntando a mis amigos, a mis familiares, urdiendo un plan, y hubo tantos síes que yo mismo me creí la empresa. Me subiría a un tren e iría una tarde de domingo hasta su casa, ya me enteraría de dónde estaba exactamente. Y daría dos golpes en la puerta acompañados de unas cuantas frases de las que no terminan, con punto y coma y diatribas. En un escenario abría la puerta su novio y se complicaba mi reconquista. En el otro escenario, en el buen escenario, ella era la que abría la puerta, y me invitaba a tomar una taza de café en un salón luminoso y desparramado de plantas y libros: “solo guardo cosas vivas”, solía decir, y esa casa era el claro ejemplo. En el primer escenario, cuando el francés nauseabundo abría la puerta, me giraba y me iba a recorrer Marsella como un elefante derrotado volviendo a Cartago. En el segundo escenario, después de quitarme el impermeable y sentarme en la mesa donde humean sus ideas y sus cigarrillos, después de amonestaciones y lágrimas, caíamos en la cuenta de la imposibilidad de no envolvernos en la cama, de no agarrarnos como si fuéramos los encargados de repoblar el planeta después de un diluvio. Fuera diluviaba y la lluvia golpeaba el cristal al ritmo que sus caderas golpeaban las mías. Más obscenos que cursis. Más cachondos que enamorados.
“Ya va a llegar Pierre”, diría dándome un beso, “y tengo que hablar con él”. Yo me iría ilusionado, como un emperador cartaginés marchando hacia Roma. Con el sabor de sus palabras y sus tetas en los colmillos, con la promesa de volver a vernos en dos semanas. De ensayar algo, de evaluar los próximos pasos.
El caso es que nunca fui a Marsella, y que el café que me sirvió en aquella tarde lluviosa y lúbrica se quedó frío.
Y como no fui, empecé una cruzada contra todo lo afrancesado. Odié Francia con el ahínco de los forofos de Rafa Nadal. Dejé de comer queso y de usar perfume, de mirar el Tour, de leer a Carrère. Cuando veía una baguette en la panadería le quitaba la mirada. Si comía un cruasán, no soy de piedra y claudiqué con los cruasanes, sollozaba. Dejé de escribir croissant. Dejé de escribirla. Más bien, dejé de enviarle lo que escribo.
Muchas gracias.
Tus historias son como esas películas que necesitas encontrarte un sábado de sofá y manta, hastiada de tanto crimen y tanta mala noticia.
Gracias.
No sé cuántas llevamos; diecisiete me pareció una cifra ambiciosa, pero me equivoqué. Esperamos ya la siguiente. Abrazos desde cualquier escenario.