Las plantas, árboles y arbustos del bosque Soignes de Bruselas no caminan, pero se mueven. En cambio, Jan, uno de los guardabosques del parque, ya no recorre la floresta como antes.
Jan es un joven belga de 34 años. Viste pantalón y camisa verde y lleva la cabeza rapada, parece un ranger. Habla sosegado y con profunda claridad. Me explica cómo funciona su casa y su bosque. Me dice lo que se puede y lo que no se puede hacer, después me da plena libertad; su hospitalidad es sincera.
Desde hace cuatro años es guardabosques y desde hace dos tiene una grave enfermedad ósea. Castard, un viejo perro pastor, le acompaña allá donde vaya. Ambos tienen problemas para caminar, se mueven despacio y nunca durante las horas que el sol está más alto.
Las tareas de un guardabosques son múltiples, pero durante mi estancia nos centramos en una: la madera. Para pasar el invierno, Jan y Castard necesitan 4 000 kilos de leña. Desde que desarrolló la enfermedad, Jan no puede hacer esfuerzos físicos, por eso abre las puertas de su cabaña a viajeros de todo credo y condición.
Durante las mañanas mi tarea consiste en cortar madera: puedo utilizar un hacha, una motosierra o una maquina que, a presión, parte los troncos. Una vez cortada la apilo bajo unas estructuras que la protegen de la lluvia. Hay cierto placer estético en mirar el muro que van formando las columnas de troncos.
A mediodía, cuando el sol más calienta, paro para comer. Como, con Jan, en una mesa en el jardín: frente a nosotros el muro de madera, detrás se ve el bosque. “La madera, si tienes que elegir, ponla al viento antes que al sol. Solo se seca de una forma, a través de las fibras”, me dice Jan mientras devoramos un plato de espagueti. La conversación rodea muchos temas, pero siempre volvemos al bosque, a los árboles, a los animales. Me habla de los tipos de maderas: de las que sueltan menos humo al ser quemadas, de las que duran más, de las que dan más calor, de las que sueltan menos chispas. “Es difícil que un tronco tenga menos de un diez por ciento de humedad. Para que una madera esté bien seca deben pasar, por lo menos, dos años. En esa pila de maderos hay 6 000 litros de agua, ¿no los ves?”, me dice sonriente.
Jan pasa la mayor parte del día en su habitación. Estar más de quince minutos de pie le agota. Normalmente le veo para comer y para cenar. Por las tardes, si tiene energía, sale a leer al jardín. Siempre se sienta bajo la misma sombra. Castard, por supuesto, le sigue. En un esfuerzo sobreperruno, Castard salta sobre un sofá que hay a pocos metros y se derrumba, como si su collar fuera de plomo. Resopla agotado. Jan levanta la mirada del libro y mira a su amigo; el perro hace lo propio.
La nevera está llena de jengibre fresco; también hay varias jarras llenas de jugo de jengibre: “es lo mejor para calmar los vómitos”, me explica Jan. Lleva dos años enfermo y no puede hacer nada para curarse, solo paliar los síntomas. Los pinchazos mensuales que le ponen cuestan 60 000 euros al año, para una persona normal es imposible asumir ese gasto. “Por suerte nací en Bélgica y el estado me apoya. Me alegro de no estar en EE.UU., allí acabaría en banca rota y sin poder tratarme”.
Jan lleva una vida solitaria, me sobrecoge. Durante los meses de primavera y verano recibe viajeros que le ayudan con la ingente tarea de recopilar toneladas de madera para preparar el invierno. Pero la otra mitad del año, la más oscura y fría, la pasa solo, en medio de este bosque, en medio de este mundo.
Cuando llega la noche es la hora del fuego. Tener tanta madera alrededor invita a quemarla. Cerca del bosque, un poco alejado de la cabaña, hay un lugar para hacer hogueras. Un círculo de piedras y un par de sillas. Empieza a oler a humo. Las estrellas son tantas. Se escucha el viento y los animales. La espera espera.
A 20 metros la vegetación es más frondosa y la hierba más alta. Castard se levanta renqueante de nuestro lado y ladra al bosque. Ladra cada vez más fuerte, más nervioso. “No pasa nada, son los zorros, están peleando por el territorio con Castard”, me dice Jan para, supuestamente, tranquilizarme. Me pasa una linterna y me pide que me acerque y alumbre la hierba alta. Empiezan a verse pares de ojos brillantes. Parece que las estrellas han caído del cielo. Cuento, fácilmente, ocho o nueve zorros. Están quietos. Muy quietos.
Mi habitación es la más cercana al bosque y la puerta no cierra bien. Cuando nos vamos a la cama le pregunto a Jan hasta dónde se acercan los zorros. “No te preocupes”, me dice sereno, “el bosque es bueno”.
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Ahora que ha acabado el verano y todos buscamos proyectos donde guarecernos del frío y la oscuridad, quería recordar a Jan y las semanas que pasé en este bosque a las afueras de Bruselas: era primavera y faltaban dos semanas para la llegada del verano; ese horizonte que todo lo colorea. Quizá sean siempre mejor las dos semanas anteriores al verano que el verano en sí, quizá sea siempre mejor la esperanza de lo que está por llegar. Porque las cosas no son solo lo que son, sino también, felizmente, lo que podrían llegar a ser.
Supongo que Jan, a estas alturas, estará solo y empezando a quemar madera…
Precioso relato, literario. Uno siente esas conversaciones en la hoguera como si hubiera estado allí.
Saludo al autor en primera persona, humilde porque nunca quita protagonismo al personaje que trae a sus crónicas.