El último invierno
Después de un año entre Bruselas y Ámsterdam, entre Bélgica y Países Bajos, y con la certeza de querer pasar en algún momento por Luxemburgo para completar el BENELUX – romántico de siglas yo-, y digo pasar, no quedarme, me encuentro en esta noche de enero dándome a mí mismo la garantía de no volver a estar tanto tiempo en el frío; podré pasar un verano en Rusia pero ningún invierno más en ningún sitio donde el invierno sea tan invierno: la tempestad, como la procesión, va por dentro, no la necesito fuera. En el papel empiezo a organizar una ruta hacia el sur; busco ideas, busco destinos, giro el mapa, giro la vida. Me quedo 70 días más aquí y me voy. Me voy.
Tengo un plan: he comprado una bici a Mike Bike (Maiki baiki, dice él), un señor que vende bicis con nocturnidad y alevosía para pagar las deudas con las drogas, es un tipo de lo más amable y tiene una cojera que trasciende la cojera. No sé de dónde ha sacado la bicicleta, le he preguntado si cree que debo pintarla, no me ha dicho ni sí ni no, me ha dicho que le quedaría bien el negro mate. La bici tiene, como lo llaman los que saben, portamateriales en la rueda de adelante y en la de atrás, y en ellos podré transportar mi equipaje. No hará falta más que una tienda de campaña, un saco, ropa para la lluvia, ropa para el sol, una armónica -voy a aprender a tocarla-, un ordenador, una gorra y un libro, que ya tengo decidido: “Par les routes”, es en francés, voy a aprender a tocar la armónica y a hablar francés, voilà.
He encontrado una ruta que va desde Calais, a este lado del canal de la Mancha, no sé si océano Atlántico o mar del Norte -me enteraré cuando esté por allí- hasta La Spezia, en el norte de Italia, mar Mediterráneo. De mar a mar. De frío a calor. De noches tempranas a días largos. De primeros de primavera a mediados de primavera. Nunca he hecho más de 40 kilómetros en bici, pero en 70 días voy a empezar: 1400 kilómetros, redondos; cruzando Francia, Bélgica, Luxemburgo, Francia de nuevo, Suiza e Italia.
Por ahora he empezado a ir al gimnasio, entreno las piernas mientras veo cómo arriesgan un desgarro los vigorosos titanes de las mancuernas. Imagino sus planes para los próximos meses. Supongo que estarán entrenando sus brazos para algo, pero no descubro para qué y no me atrevo a preguntarlo. Los miro demasiado, en los gimnasios no está muy bien visto ver. Me cambio y me voy. Me voy.