POSTALES DE UN VIAJE INTERMINABLE
Las miradas en los aeropuertos se clavan en un punto fijo, lejano. Desaparece la última aeronave allende el cielo, y aún más allá intentan llegar los ojos de los que esperan la hora de embarcar.
El tiempo en estos pasillos titubea: no sé cuánto queda para el vuelo, no sé cuánto llevo aquí, los minutos se miran entre ellos. Todo sucede lento, muy lento; como si estuviéramos en la antesala de la vida. La futilidad del hecho de morir y la falibilidad del amor dan vueltas en la cinta transportadora. “En 30 minutos despega el avión a Ámsterdam”, anuncia la megafonía del aeropuerto, parece que lo anunciase el barquero Caronte.
Mientras ojeo un libro, despistado por la conversación telefónica de una ruidosa brasileña, mi intimidad - mi interior superlativo- es un campo de batalla:
Mi mitad sedentaria asegura que estoy mejor en España; dice que qué absurdas las ganas de empezar de nuevo, de tener que conocer gente, de perdernos al volver a casa; de perdernos, realmente, volviendo a Dios sabe dónde, porque nuestra casa, desde luego, no es.
Mi mitad nómada, por suerte, apenas escucha la perorata; tiene pocas cosas claras, pero una sí: el camino es el único camino. Ya tenemos los calcetines de invierno y un abrigo para la lluvia, ¿qué más quieres?, le responde.
-Quiero una vida normal. Quiero una casa donde guardar mis libros, donde cuidar algunas plantas, donde hacer tostadas, café y el amor, contesta mi mitad sedentaria.
-Vete a la mierda, contesta mi mitad nómada, no es momento de remilgos ¡nos vamos a Ámsterdam!
-Y después de recorrer tantos países y de correr algunos riesgos ¿qué harás? ¿volverás al punto donde empezaste, donde pudiste haber estado a salvo todo este tiempo?
“Embarque abierto para los pasajeros de la zona 3”, la azafata interrumpe la discusión. Nos ponemos en la fila y las dos mitades se quedan en silencio.
Oportunidad, según decían los griegos, significa estar frente al mar, listo para salir a explorarlo. Tengo claro que mitad alimentar.
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