- ¿Quieres un escándalo?, me dice una mujer que apenas hace diez minutos entró en la habitación.
- ¿Quieres un escándalo?, repite un poco sofocada.
- ¿Quieres un escándalo grande?, ¿tienes gente, te atreves...?
Se abre la puerta y entra una mujer, de unos 40 años: pelo y pantalones negros, también la chaqueta. Delgada y alta, también atractiva. Arrastra, con esfuerzo, una maleta de ruedas y una de espalda que, en pocos segundos, son desparramadas por el suelo de la habitación. Mientras busca, inconsistentemente, entre sus posesiones murmura cosas ilegibles; como si estuviera teniendo una charla amistosa con ella misma. La charla debe ser graciosa porque se ríe, se ríe entre murmuros, claro.
-Hola, le digo, aspirando a entender qué le sucede.
La mujer continúa, sin contestarme, su desordenada búsqueda: abre todas las cremalleras y los compartimentos, mete cosas en la taquilla, cierra las cremalleras y, de inmediato, las vuelve a abrir, saca las cosas de la taquilla, vuelve a cerrar las cremalleras. La sinfonía de las cremalleras es desquiciante.
Su conversación interna ha cambiado, como les pasa a los niños, de la risa al llanto. Ahora, en vez de pequeñas risas emite pequeños sollozos.
- Me llamo Juanjo, ¿estás bien?, le digo, y esta vez me aseguro de que me oiga.
La mujer levanta la vista y me mira; me mira como quien mira a un loco.
- ¿Estás bien?, insisto, y levanto el dedo gordo de la mano.
Vuelve, en silencio, su mirada a las maletas y, suavemente, levanta su dedo pulgar.
Mientras me hago el dormido, ojeo un libro, navego el celular controlo de reojo sus contraintuitivos movimientos; tienen, aun tormentosos, cierta cadencia. La mujer sigue sin encontrar lo que busca -quién lo hace-, pero no capitula. Sentada entre sus posesiones empieza a lavarse los dientes.
- Me llamo Mary, ¿de dónde eres?, ¿Qué haces en Ámsterdam?, dispara sin mirarme, con el cepillo atravesado y espuma en los labios.
- De España. He venido a trabajar. ¿Y tú, por qué estás en Ámsterdam?, le pregunto.
- ¿En qué trabajas?, continúa ella.
- En una agencia de periodismo. ¿Y tú, qué haces en la ciudad?, le vuelvo a preguntar.
- Periodista, ¿eh?, dice con una media sonrisa.
Soy bailarina, vengo de Australia, del Ballet de Sídney, empieza a contarme. Después de unas semanas han empezado a tratarme mal, me hacen bullying, y repite la palabra bullying. Me he tenido que ir, me persiguen. Soy estadounidense pero no puedo volver. Tengo pasaporte de Israel y ciudadanía holandesa: por eso estoy aquí.
Desaparece y aparece entre las literas con ingrávida ligereza. Intento afinar el oído, su inglés dista mucho de ser perfecto, su historia es confusa y su boca llena de espuma no ayuda.
No puedo trabajar en el circo del sol porque me persiguen, dice, mientras continúa su coreografía alrededor de la habitación.
- ¿Quieres un escándalo?, pregunta, por fin, mirándome a los ojos.
- ¿Quieres un escándalo?, repite acercándose.
- ¿Quieres un escándalo grande, ¿tienes gente, te atreves o es que… prefieres la poesía?, dice mientras se inclina y apoya un brazo en la litera que está sobre mí. La entonación y la ironía son casi perfectas al pronunciar la palabra poesía.
Parece el final de una audición y, sin duda, se ha llevado el papel.
-No, no tengo mucha gente, le digo sonriente, pero hace unas semanas que he empezado a leer poesía.
Has tomado una excelente decisión. ¡Felices lecturas poéticas!